¡Upe! ¿Está Dios?

La física del presente. Nos hemos acercado al punto infinitesimal de confluencia entre el antes y después del Big Bang

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La última audacia tecnológica del hombre es un aparato para crear universos: usted dispara protones en sentido contrario, los hace chocar a casi la velocidad de la luz y obtiene un Big Bang.

Al confirmarse la existencia de la partícula de Higgs, eslabón perdido de la física al que se atribuye el origen de la materia, nos hemos acercado como nunca al mítico umbral entre el algo y la nada. Es que, en buena teoría, por primera vez tenemos hoy el universo en la palma de la mano pues sabemos ya dónde empieza y por dónde va.

Comenzamos a saberlo cuando allá, en 1929, Edwin Hubble comprobó que el universo, lejos de ser estático, se expandía en todas las direcciones.

A través del “efecto Doppler”, Hubble podía ver, por su coloración y longitud de onda, si una estrella se acercaba o alejaba de nosotros. Si ocurría lo primero, la longitud de onda era más corta y el tono de la estrella, azul; si lo segundo, la luz tenía una mayor longitud de onda y un marcado corrimiento hacia el rojo del espectro.

Hubble pudo así diferenciar, por ejemplo, la Vía Láctea de Andrómeda, nuestra galaxia vecina más cercana, y descubrir cómo los cúmulos de estas se alejan unos de otros a una velocidad proporcional a su distancia (Constante de Hubble), aunque en realidad es el espacio entre ellas el que se expande separándolas unas de otras como los puntos de un globo que se infla.

El espacio no solo se expande, sino que también se acelera, según mediciones atribuibles ya no a las cefeidas, estrellas usadas como referentes para observar el corrimiento al rojo del espectro, sino a un tipo de supernova que mantiene su brillo fijo.

Del mito al hito. El año 1964 fue premonitorio al darse dos sucesos separados, pero a la vez muy unidos, que fortalecieron como nunca la teoría del Big Bang: en el plano cósmico, la detección de la radiación de fondo –eco solitario y errabundo de nuestros comienzos hace 13.700 millones de años–, y, en el plano cuántico, la posible existencia del bosón de Higgs, que explica el origen de la materia.

La presencia de la radiación cósmica de fondo quedó más que confirmada en 1989 cuando el satélite COBE –durante un safari inédito a través del espectro de las microondas para sondear densidades y temperaturas– inmortalizó en colores el nacimiento del universo como si fuera la más vieja fotografía del todo existencial aún en pañales. El COBE captó las fluctuaciones de densidad primigenias cruciales para la formación, millones de años después, de las galaxias.

El otro gran acontecimiento ocurrió cuando el físico inglés Peter Higgs predijo la presencia del campo y del bosón que llevan hoy su apellido, claves para entender el origen del universo.

En resumidas cuentas, la ciencia lograba con ello, por decirlo de alguna manera, definir los extremos del universo: el principio y el final, teniendo en este caso por final su borde expansivo que, a velocidades inconmensurables, le ha ido ganando territorio a la nada. Resuelto esto, quedaba por confirmar la existencia del bosón de Higgs, una partícula tan escurridiza como determinante para el Modelo Estándar de la física.

De la nada al algo. Antes del inicio del universo, era el vacío. Ni materia ni energía. Solo el falso vacío de los llamados campos cuánticos de partículas, la mayoría de estas en su estado de mínima energía y condenadas a desaparecer conforme esta se redujera. ¡Era el tiempo de Planck!

La hoy materia (fermiones) y sus fuerzas interactivas (bosones), que posteriormente poblaron esos campos, estarían comprimidos allí, en uno solo, en su nada primordial, dentro de la más estricta y perfecta simetría sin sospechar que más temprano que tarde se convertirían en imponderable.

Se atribuye precisamente a una alteración de esa simetría el que, de repente, de vacío absoluto se pasara a algo, y de nada a materia. Es aquí donde irrumpe Higgs, para quien uno de esos campos contenía energía aun en su valor cero. Postuló que, en el vacío, el campo de Higgs exhibe su máximo de energía, que, al fluctuar, “quebró” la simetría original y dio pie a raudales de bosones de Higgs que presionaron hacia afuera las “paredes” del universo.

Se alborota el panal. ¡Bienvenidos al universo! Desde entonces, y hasta ahora, el universo se compone de tres partes: la materia visible, que ocupa el 4,6 %; la materia oscura, que abarca el 23,3 %, y la energía oscura, que lidera con el 72,1 %.

De acuerdo con el principio de carga-paridad-simetría, cada partícula tiene su antipartícula, por lo que, a su encuentro, ambas se aniquilan entre sí. ¿Por qué entonces ese 4,6 % de materia si, al encontrarse esta con su antimateria, estaban supuestas a desaparecer?

Según los teóricos, si bien la partícula y la antipartícula se equivalen una con la otra, esta última se diferencia de aquella porque posee carga eléctrica de signo opuesto, disparidad que altera el principio arriba mencionado. Esa es la supuesta causa de que al darse, por cada billón de partículas de antimateria, un billón más uno de partículas de materia, usted, todos y yo estemos aquí.

En este universo de campos dominan dos categorías de partículas: fermiones y bosones. Los primeros son la materia, y los segundos los portadores de sus fuerzas.

Los fermiones son los conocidos átomos (electrones, protones y neutrones); los bosones, las partículas que integran las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza: el campo electromagnético, el campo gravitatorio, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil.

A manera de ejemplo, dentro del campo electromagnético, el bosón más popular es el fotón, que compone la luz; pero, a razón de desgranar aún más este campo de las partículas, surgirían neutrinos, muones, tauones, piones, gluones… hasta trascender a la Teoría de Cuerdas, que plantea la existencia de unos hilos de energía vibrantes en forma de lazo que constituyen la membrana del universo.

No en balde lo predijo Demócrito de Abdera, el padre del átomo, 460 años antes de Cristo: “Nada existe, excepto átomos y espacio vacío; lo demás es opinión”.

La máquina infinita. Sin embargo, había algo que urgía agregar a este mapa de fuerzas bosónicas: el detonante que daba su masa a los campos cuánticos. En 1964, al convertirse el bosón de Higgs en el primer sospechoso, la ciencia inició su cacería implacable contra este a través de los primeros aceleradores de partículas que culminaron con el Gran Colisionador de Hadrones (subpartículas atómicas muy pesadas asociadas a los quarks).

Ese acelerador es un túnel que mide 27 km de circunferencia y se localiza entre Francia y Suiza a una profundidad de 100 metros, dentro del que se producen millones de colisiones de protones a una velocidad muy cercana a la de la luz.

En su último experimento, el acelerador logró “ver” el bosón de Higgs. Su imperceptible relámpago fue posible descubrirlo a través de la “huella” que dejó sobre otras partículas, y, tras muchos años de sequía en materia de descubrimientos físicos, fue posible destapar la botella de champán.

Aún así, como el Modelo Estándar no puede explicar la fuerza de gravedad, el reto es formular una Teoría del Todo que unifique la relatividad general y la mecánica cuántica en la que el “gravitón” es el elemento más codiciado.

Beneficios a la vista. Ya más con los pies sobre la Tierra, tras esos épicos avances de la física de partículas, el Gran Colisionador de Hadrones abrirá el camino a una miríada de tecnologías de vanguardia en beneficio de la medicina, la química, la biología, las comunicaciones, la industria y la misma física.

Lo abrirá como abrió el de Internet, cuando las propias necesidades de la Organización Europea para la Industria Nuclear (CERN) dieron pie a la creación de la primera Web (World Wide Web), el Wi Fi y el GPS, y la creación de instrumentos modernos como los haces de protones para tratar el cáncer del nervio óptico o de la espina dorsal mediante radiación.

Ahí están ahora Europa, Estados Unidos y Japón, tratando de extraer el máximo provecho tecnológico y económico de esta sucesión de descubrimientos científicos. ¿A dónde llegaremos con todo esto? No puedo resistirme a la imagen de Dios saliendo de entre las explosiones de partículas a ver quién le está botando las puertas del cielo.

El autor es periodista.