Un siglo de buscar el tiempo perdido

Fiesta de la literatura. El primer volumen de la obra magna de Marcel Proust se publicó hace cien años

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Nacido en Auteuil en 1871, el nombre de Marcel Proust es indisociable de su mayor obra, À la recherche du temps perdu (Búsqueda del tiempo perdido). Observador curioso de sus contemporáneos, escritor rechazado por un André Gide receloso del snob de la Rive Gauche y marginado por autores antisemitas y homofóbicos, Proust nos entregó hace cien años el primer volumen de una obra monumental en la que nos narra la historia de su propia vocación de escritor.

La decisión de André Gide, editor de Gallimard, fue tajante: el manuscrito que Marcel Proust le había entregado era propio de un snob . Con ese juicio –que más tarde se le achacaría incontables veces–, es probable que Gide quisiera disimular un motivo menos obvio: Marcel Proust era un burgués de la Rive Droite (la margen derecha del Sena), una zona que repelía a los de la margen izquierda, editores y universitarios. Sin embargo, ese mismo calificativo –el de snob – es el que perduró en el tiempo, y acerca de ello conviene detenerse un instante.

En efecto, Marcel Proust pertenecía a una clase acomodada del París de los siglos XIX y XX. Durante una buena parte de su juventud, frecuentó ambientes mundanos, los salones, y tuvo trato con los dandis y los estetas de su época.

Ahora bien, Proust era un observador ávido, y ese microcosmos social en el que se codeó con poetas, músicos, príncipes y condesas –a quienes supo adular con palabras suntuosas y superlativas– le permitió acumular el material del que se serviría más adelante para componer su Recherche . Sin embargo, el primer tomo, Du côté de chez Swann, apareció como una espantosa sorpresa.

Gozo de la creación. Proust dejó de ser snob para escribir su novela, y, para hacer esto último, se recluyó; peor aún: abandonó aquel círculo mundano antes de que éste lo abandonase, y con su primera entrega de la Recherche expuso a la tribu. No obstante, la preocupación de Proust parece ser otra y constituye en cierto modo una respuesta a la decadencia.

“Decadente” es un calificativo que Proust rehuía pues no se veía a sí mismo dentro de la estética de la novela fragmentaria teorizada por los autores de finales del siglo XIX. Aun así, quienes leyeron la Recherche tuvieron precisamente esa sensación de novela fragmentaria, una impresión de la que él ya sospechaba: “Es un todo muy compuesto, aunque de una composición tan compleja que temo que nadie lo perciba y que parezca una sucesión de digresiones”.

La Búsqueda del tiempo perdido representa la unidad y la fragmentación; la arquitectura del espacio y del tiempo; la construcción de una catedral hecha de episodios que son ecos y reminiscencias; la última novela orgánica y la primera novela experimental.

El razonamiento del autor, reflexivo y astuto, le confiere soltura al ritmo de su novela. El narrador, escritor y escribiente, canta el gozo de la creación literaria y compone una novela que es a la vez un género.

Es una novela en la que puede reconocerse las huellas de la aspiración simbolista –sintetizar todas las artes– pues en ella se hallan todas las formas y las técnicas literarias experimentadas antes.

En la novela también se perciben las huellas de la estética de John Ruskin –la salvación mediante el arte– pues la búsqueda del tiempo perdido es a la vez lo que conduce al héroe hacia su desenlace y lo que permite a Proust seguir viviendo a pesar de su confinamiento. Es la novela de una novela: libro de una época entre dos siglos; libro de una consciencia; libro de un autor sagaz cuya correspondencia a menudo daba a entender todo menos que seguiría escribiendo.

Observador. En una carta dirigida a Louis d’Albufera, marqués quien probablemente haya inspirado al marqués Robert de Saint-Loup, Proust enumera lo que tiene entre manos. En la lista de proyectos resalta la Recherche.

Sin embargo, el cometido de la misiva es obtener de d’Albufera una fotografía de la señorita Oriane de Goyon, quien había causado una fuerte impresión en Proust, y también le requería un resumen genealógico. Cierto pasaje en esa carta llama la atención: “Por lo demás, no sé si voy a abandonar mi novela parisina”.

Cuatro o cinco días más tarde, el 10 de mayo de 1908, en otra carta –enviada esta vez a Robert Dreyfus, amigo del autor desde sus años en el Liceo Condorcet–, el escritor ahora dedicado a la redacción de pastiches para el periódico Figaro –en los cuales identificamos retazos de lo que se desarrollaría más adelante en la Recherche– se dice “físicamente en estado de salir pero demasiado triste”, y cuenta: “Ya no puedo trabajar; escribir una carta me da dolor de cabeza por varios días”.

En una obra publicada por Grasset, la misma editorial que hace cien años sacaría a la luz Du côté de chez Swann , Charles Dantzig ironiza hábilmente sobre este Proust decaído y como a punto de morir todo el tiempo.

Lo que menos se esperaban quienes lo trataban como un “pequeño adorno” en la sociedad mundana del París de finales del siglo XIX y principios del XX era que ese mismo hombre recluso en su habitación, revelaría sus observaciones, ya maduradas y más extensas.

Un pasado difuso y desconocido es el que permite a la memoria del narrador entrar en acción porque Proust lucha para que los recuerdos no se diluyan en las tinieblas de su memoria y para no tener que recurrir a la inteligencia, incapaz de restaurar el pasado pues –en sus propias palabras– “las verdades que la inteligencia aprehende tienen algo de menos profundo, de menos necesario que las que la vida nos ha comunicado en una impresión”.

Vida en recuerdos. Cuando uno lee la Recherche , se siente tentado a confundir al escritor, al narrador y al héroe. La unidad de la obra se restituye gracias al narrador, quien amplifica, deforma y rememora lo real, les da sentido al tiempo perdido y al tiempo recobrado: la búsqueda es el libro mismo.

Esa imagen del escritor de recuerdos se halla en la modernidad en Las benévolas , del estadounidense Jonathan Littel, obra que también se encuentra entre dos siglos y cuyo narrador afirma ser un hombre ocupado con una familia, un trabajo que atender, y que por ello no tiene tantas horas como para perderlas; sobre todo porque recuerdos es lo que más tiene, como si fuera una fábrica de ellos.

La Búsqueda del tiempo perdido es una obra unitaria gracias a los recuerdos. Su composición –desmedida y caótica para Paul Souday– movió a Nathalie Sarraute a igualarla a la de Joyce como un monumento histórico que en el futuro sería visitado bajo la conducción de un guía “en un silencio respetuoso y con una admiración un poco taciturna”.

No sabemos cómo vería Proust a los autores de nuestra época; lo que sí sabemos es lo que opinaba sobre la lectura pues de ello da cuenta el ensayo con el que introduce Sésamo y lirio s, del británico John Ruskin, que el mismo Proust tradujo con asistencia de su madre y de algunas amigas:

“Una de las grandes y maravillosas características de los bellos libros –y que nos hará comprender el papel a la vez esencial y limitado que la lectura puede desempeñar en nuestra vida espiritual– es que para el autor podrían llamarse 'Conclusiones', y para el lector 'Incitaciones'. Sentimos en verdad que nuestra sabiduría comienza donde la del autor se termina, y querríamos que nos diera respuestas, cuando todo lo que puede hacer es darnos ganas”.

La obra de Proust quizás haya atravesado las décadas e inspirado a autores de su propio país, europeos y latinoamericanos no porque constituya una lectura obligada para cualquier literato, sino precisamente porque da ganas. Leerlo es revivir el placer de esa memoria excitada por una sola experiencia sensorial, el gusto de la magdalena remojada en el té: un solo recuerdo en torno al cual se articulan centenares de otras memorias y que ponen en escena a decenas de personajes que van cambiando conforme va cobrando forma la totalidad de la obra. A lo mejor también dé ganas leer un texto compuesto hace un siglo, que nos sigue hablando de las relaciones humanas, de las cuitas amorosas y de la preciosidad ridícula de lo mundanal.

El autor es profesor en la Alianza Francesa de Costa Rica.