Un filme plasma las reflexiones sobre el mal de la filósofa Hannah Arendt

Reflexión ética. Una película recrea la visita de la filósofa alemana al criminal de guerra Adolf Eichmann, y medita sobre la maldad

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El filme Hannah Arendt , de la directora alemana Margarethe von Trotta, es una producción realizada en el 2012 y cierra una trilogía sobre el Holocausto que incluye Rosa Luxemburg (1986) y La calle de las rosas (2003). En el transcurso del presente año, la cinta Hannah Arendt se ha expuesto en varios países y festivales de cine pues actualiza la polémica sobre la “banalidad del mal”.

La película se basa en un período de la vida de la filósofa judía alemana Hannah Arendt: cuando ella es enviada por la revista The New Yorker a Jerusalén para informar del juicio del nazi Adolf Eichmann. El Mossad (espionaje israelí) lo había secuestrado el 11 de mayo de 1960 en Buenos Aires y lo había trasladado a Jerusalén.

Arendt escribió cinco artículos, publicados entre el 16 de febrero y el 16 de marzo de 1963 y titulados todos “Eichmann in Jerusalem”. A partir de estos reportajes, elaboró el libro Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil (1963). Existe una traducción castellana: Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del ma l ( Editorial Lumen, 1967).

El libro apareció en el mismo año en que Eichmann fue ejecutado en la horca, el 31 de mayo de 1963 en la prisión de Ramala, a 15 kilómetros de Jerusalén.

Los jueces consideraron a Eichmann uno de los responsables directos de la “Solución Final” pues estuvo a cargo de la logística de los transportes de los judíos hacia los campos de concentración y exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Se encontró a Eichmann culpable de diez delitos de crímenes contra la humanidad.

Cuando estuvo frente al acusado, Arendt no se encontró con un monstruo, como habían supuesto ella misma y quizá los jueces, sino que se halló ante un hombre como muchos otros que participaron del genocidio: “Estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales” (La banalidad del mal, Editorial Lumen, p. 165).

Para Arendt, lo más aterrador se encuentra en esta normalidad, a pesar de todas las atrocidades cometidas, pues esto implica un nuevo tipo de criminal ya que comete sus delitos “en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad” (p. 156).

En el Post scriptum del mencionado libro, Arendt asevera que Eichmann carecía de motivos para cometer tales crímenes, salvo aquellos de una extraordinaria diligencia orientada a su progreso personal. Esto –asegura la autora– no lo hace un criminal porque este hombre, “sencillamente, no supo jamás lo que se hacía” (p. 171), de manera que fue la falta de imaginación la que le impidió identificar el mal.

No obstante, Eichmann no era una persona que carecía de inteligencia. Este coronel era incapaz de imaginar: “Únicamente la pura y simple irreflexión –que de ningún modo podemos equiparar con la estupidez– fue lo que lo predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo” (p. 171). Para Arendt, esa situación merece llamarse “banalidad”. De tal forma, el alejamiento de la realidad y la irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes de la naturaleza humana.

De lo anterior se desprende que existe una fuerte relación entre la irreflexión y la maldad. Por esto, el mayor delito cometido por Eichmann –el genocidio– es considerado sin precedentes. Visto así, el problema del mal reside en la incapacidad de pensar. Entonces, ¿en qué consiste esta inhabilidad? La respuesta tiene que ver con la reflexión filosófica de Arendt.

En dicha reflexión, el abordaje del problema del mal está relacionado con la indagación de las estructuras perceptivas, emocionales y conceptuales que se ponen en juego cuando afrontamos las experiencias que comprendemos bajo la categoría de mal o la experiencia del daño .

En este caso, la filosofía tiene un papel de escucha de las voces de los testigos: de este proceso histórico de atención, como superación de los silencios. Así, las perplejidades más profundas tienen su raíz en nuestra experiencia cotidiana, de manera que la indagación filosófica debe ayudar a iluminar dicha experiencia.

Tal como lo hace Arendt, la reflexión filosófica sobre el mal se presenta ante los ejemplos de la injusticia y el daño. Dichos ejemplos ayudan a plantear el análisis filosófico del mal.

De acuerdo con la autora, el pensamiento sobre el mal se suscita cuando hemos experimentado, presenciado o sentido el daño o el mal; también cuando vemos actos justos o injustos. Luego, con la ayuda de la imaginación podemos reflexionar sobre el mal. Según Arendt, primero conocemos la experiencia del daño, y después creamos el concepto sobre tal daño: por ejemplo, primero tenemos la experiencia de genocidio, luego creamos el concepto de genocidio .

Por otra parte, para Arendt, la capacidad que tenemos para pensar nos permite distinguir entre el bien y el mal. Sin embargo, esta capacidad de pensar no es la causa del mal; el mal radica en la incapacidad para pensar en los otros: no podemos reflexionar en las otras personas como seres humanos, no podemos ver el daño que les causamos; tampoco podemos ponernos en el lugar de la otra persona. Esta incapacidad no significa falta de inteligencia pues los violadores de los derechos humanos pueden ser personas inteligentes, pero su inca-pacidad de pensar en el otro causan el daño o el mal.

No obstante, Arendt no habla del mal en general, sino de un tipo especial de daño, cuya característica principal radica en que puede ser evitado. Este cambio en la noción de mal implica que estas acciones pueden ser impedidas ya que se mueven en el ámbito de lo político. En este espacio, dichas acciones no pueden justificarse; por tanto, es un mal que, si bien no se puede prevenir de forma absoluta, sí debería ser obstaculizado. Se trata de una necesidad práctica; es decir, la necesidad de asumir la responsabilidad de la acción.

Es importante aclarar que la autora tampoco se refiere al mal cotidiano, el cual consiste en las formas comunes de daño o del comportamiento inmoral; es decir, aquel que se encuentra en el ámbito de lo humano y lo pasional. Por el contrario, el mal al que se refiere Arendt, es particular; es el mal radical, que se ubica fuera de la humanidad e intenta deshumanizar al otro. Es el mal extremo.

Para Arendt, en los nuevos tipos de males no hay mal en sí mismo, en tanto predestinado e inevitable, algo que viene dado como natural. El mal de que ella habla, el mal radical, no es una maldad que se da por razones puramente naturales, sino que aparece por razones banales de la acción humana; por ejemplo, Eichmann quería ser un buen funcionario cumpliendo las órdenes de sus jerarcas; deseaba hacer su trabajo de la mejor manera; debía mostrar lo eficiente que era en la ejecución de las órdenes.

El mal radical consiste en que los seres humanos, en tanto tales, se vuelven superfluos ya que ni siquiera son tratados como medios (este es el ámbito de lo humano), sino que se procede a la eliminación de la responsabilidad y la espontaneidad humanas; es decir, de la libertad.

La intención de un régimen totalitario, como el nazi, es eliminar la pluralidad y la diversidad, por lo que intenta imponer la omnipotencia y la opinión de un solo individuo o de un sistema político.

Así, el perpetrador del mal radical no es un monstruo ni un estúpido; por el contrario, es aquel que pierde la capacidad de pensar en el otro o desde el otro . En Eichmann, su capacidad de matar se debía a un deber moral; ya lo hacía por el bien de la raza, por ascender en su carrera profesional, por demostrar que podría hacer el trabajo en forma correcta y eficiente, por la obediencia debida. Todos estos son motivos banales. Sin embargo, la falta de pensamiento o de reflexión impide la responsabilidad, y, como resultado, Arendt afirma que “no hay derecho a obedecer”.

Fuente de las citas: Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal . Barcelona: Lumen, 2003. Versión electrónica.