Rubén Darío, el fantasma de papel

Literatura

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Ciertas conmemoraciones tienen la virtud de agitar algunas aguas; a veces las de la historia, otras las de la conciencia o la imaginación. Cuando se relacionan con hechos literarios, también alcanzan a sacudir las mentes y las costumbres de leer. Hoy estamos ante uno de esos aniversarios, que parece plantearnos esta interrogación: ¿cómo entender hoy a Rubén Darío, desde el pequeño espacio del quehacer literario?

Hace casi medio siglo, nuestros padres o abuelos generacionales conmemoraron en Costa Rica el centenario de su nacimiento. Corría 1967. Fue un grupo de buenos profesores, críticos literarios y poetas, respetuosos de la tradición literaria, que se empeñaron en conocer —y luego dar a conocer— algunos monumentos de las letras hispánicas, clásicas y contemporáneas. Querían seguir el ejemplo de sus propios maestros, no menos voluntariosos y aventajados pioneros de los estudios literarios, y su didáctica. Esos pioneros eran Justo A. Facio, Ricardo Fernández Guardia, Roberto Brenes Mesén, Rogelio Sotela, Alejandro Alvarado Quirós. Los profesores del 67: Abelardo Bonilla, Enrique Macaya Lahmann, Isaac Felipe Azofeifa, Arturo Agüero, José María Arce; estaban acompañados por jóvenes intelectuales como Luis Ferrero Acosta, Roberto Murillo, y poetas como Jorge Charpentier o Carlos Rafael Duverrán. El año de aquel centenario, Bonilla publicó su ensayo América y el pensamiento poético de Rubén Darío ; Ferrero una antología con título casi genérico, Rubén Darío en Costa Rica , y Duverrán un breve libro de poemas en su homenaje, Vendaval de tu nombre .

Muchas amistades. Repasemos algunos hechos. A sus veinticuatro años, Rubén Darío pasó una corta temporada en Costa Rica. Seguramente no fue una etapa decisiva en su vida, aunque siempre le guardó afecto al vecino país que le ofreció hospitalidad y un poco de trabajo para vivir. Por lo que nos dicen sus biógrafos —los de entonces y los de ahora— varios poetas nacionales trabaron amistad con el joven nicaragüense, que ya gozaba de cierta notoriedad y prestigio; y en algunos casos, aquella amistad se afianzó luego, por correspondencia. Rafael Ángel Troyo, Aquileo Echeverría, Luis Rafael Flores, Facio y Fernández Guardia se cuentan entre ellos. Pasó unos días en casa de Flores, en la pequeña y levítica ciudad de Heredia, cuyo torreón de piedra y ladrillo se libró de la demolición gracias a unas palabras suyas. Para aquellos fundadores de nuestra literatura, Darío fue un personaje real, a quien trataron de viva voz, compartiendo veladas, charlas, poemas y copas. Si no veneración, experimentaron ante él un deslumbramiento difícil de disimular.

La noticia de su fallecimiento en la tierra natal hizo que la admiración se convirtiese en idolatría. Y esa idolatría trazó muchos senderos, todavía visibles aunque ya borrosos, en las letras nacionales. A punto de cumplir sus 50 años, Darío en 1916 ya era una celebridad, dueño de una extensa, variada e impresionante obra literaria, y maestro de multitudes de poetas hispanoamericanos. En San José, la revista Athenea le dedicó en 1917 un número casi completo, donde se incluye uno de los más tempranos y mejores estudios sobre el legado literario dariano.

Lo escribió Brenes Mesén, quizá el mejor modernista costarricense. Dos años después, Teodoro Picado recogió en dos tomos numerosas páginas del nicaragüense: Rubén Darío en Costa Rica , el primero en su clase. Con su desaparición física, Darío pasó de ser un ciudadano escritor a convertirse en un cosmos poético.

Su cuerpo y su voz se transformaron en tinta, y además en la sombra de un árbol frondoso, donde muchos buscaron cobijo y protección. El escritor y su poesía se empezaron a fundir en un solo universo, que sirvió de fuente nutricia para la obra de sus amigos cercanos, y en consecuencia para la poesía costarricense. Justo A. Facio, Lisímaco Chavarría, Rogelio Sotela, José Albertazzi Avendaño y Brenes Mesén fueron, por decirlo de algún modo, sus mejores discípulos. El torrente impetuoso se había precipitado por los cauces de las letras hispanoamericanas, y los poetas que aparecieron varios decenios después también chapotearon en la crecida. No hay duda de que la poesía de José Basileo Acuña, la de Alfredo Cardona Peña, la de Julián Marchena o la prosa de Blanca Milanés, de Carlos Gagini, de Claudio González Rucavado, incluso el estilo impresionista de Salazar Herrera, se vieron estremecidos por aquel aluvión. Mucho más tarde, voces poéticas más cercanas a nosotros se dejaron seducir por aquella poética profunda que dejó el modernismo: bien leído, en el breve libro (o extenso poema) Redención del día, de Carlos Rafael Duverrán, publicado en 1971, se oyen ecos lejanos pero innegables de la impostación poética que inventó el nicaragüense.

Después ocurrió lo inevitable: sus poemas —la prosa es historia aparte— se tornaron en modelos y moldes para escribir sobre lo que fuese: un cuerpo, un paisaje, una leyenda o cualquier otra quimera. La herencia que dejó fue un ejercicio literario: es decir, una idea de cómo hacer y leer poesía. Primero el ciudadano, y luego aquella sombra que se extendió sobre la ciudad de las letras, se empezaron a institucionalizar. Sus poemas (¡tan solo unos pocos, además!) fueron arrojados a los manuales de literatura, a los florilegios para aprender a recitar, y finalmente a los programas de enseñanza de la lengua.

A papel y tinta. Pasaron los años, y con inexorable lentitud el espectro del poeta se fue trasmutando en una figura de papel y tinta, que el pedagogo de turno empleó para hablar de los motivos del lobo, del divino tesoro de la juventud, del árbol dichoso apenas sensitivo, de no saber de dónde venimos. No está mal, desde luego: el buen profesor siente un placer indefinible cuando comenta, expone e interpreta las mejores páginas literarias, al poner en juego sus ideas con la novedosa frescura de quienes apenas se inician. Y bueno es recordarlo: el poeta no lo es por su biografía que lo ha hecho persona, sino por el universo de las palabras que imaginó en vida, y convirtió en una forma con sentido. Por eso Darío existe; como Petrarca, como Tagore, como Whitman. El poeta es un fantasma de papel.

A diferencia de Nicaragua, en Costa Rica a Darío se lo lee poco y mal. Unos cuantos y conocidos poemas; de estos, unos temas archisabidos y tres o cuatro asuntos de estilo y retórica. No es el único caso, sin embargo; también ha sucedido con Antonio Machado, con Pablo Neruda, con Jorge Debravo. Sus páginas en prosa son un jardín ignoto, no obstante su agudeza de ideas y el brillo de su lenguaje. Darío, digámoslo de una vez, se halla atascado entre dos muros: el de los comentarios consabidos y el del abandono. Sobre él se cierne una amenaza más destructiva que el olvido o el desprecio: la indiferencia. Cualquiera podría desconocer la magnitud de su obra, pero ello se resuelve con una buena edición de sus poemas, sus crónicas y sus artículos. La indiferencia, en cambio, es una ciénaga espesa, que lo traga todo con oscura tenacidad y sin piedad alguna.

Aunque difícil comprobarlo, es de sospechar que entre los poetas costarricenses contemporáneos Darío es un personaje de leyenda, un mito o un nombre en las enciclopedias; quizá dos centímetros en la biblioteca. Ni siquiera es una lectura obligada y menos la atención al complejo espectáculo de su obra. No hay que reprocharlo; cada cual tiene sus referencias y sus preferencias: ayer Neruda, hoy Bonnefoy, mañana algún poeta armenio o irlandés. Quizá se debe lamentar el desconocimiento, incluso la indiferencia dicha. Una obra poética con las dimensiones de la dariana no se puede ver como una valiosa ánfora o una estatua de bronce. Los poetas contemporáneos —sigo con los costarricenses— lo han abandonado o lo ven como un bisabuelo literario, como pieza de exposición. ¿Será ese el destino de la poesía: la rigidez marmórea del museo o el vaporoso polvo del olvido?

EL AUTOR ES POETA Y ENSAYISTA tico.