Recuerdos de una discípula de Roberto Murillo

Memorias de un maestro

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Hay quienes pretenden aprender filosofía rumiando libros en el rincón de una biblioteca: quizás lo logren… Al menos se asomarán a la historia de la filosofía o a lo que de esa historia ha quedado registrado. La generación de estudiantes formada por Roberto Murillo aprendió en los libros, sí; pero fundamentalmente aprendió en sus lecciones “conversadas”… en el aula, en el café, en los paseos por el campo y hasta en las fiestas. Aprendimos a filosofar al lado de un maestro, con desenfado y profundidad, con humor y seriedad.

El maestro. Conocía muy bien el mapa de múltiples recorridos filosóficos, pero hacía su propio camino. Nunca fue seguidor cautivo de escuela filosófica alguna, aunque tenía sus preferencias: dedicó estudios y seminarios inolvidables a Platón, a Kant y a Nietzsche, con un poder de síntesis a la vez erudita e imaginativa.

Hace muchos años, en un artículo de Émile Moirin (“Pascal polemista”, publicado en la Revista de Filosofía de la UCR), encontré unas palabras que, aunque dirigidas a Pascal, siempre he pensado que muestran el fondo existencial, humano y filosófico de Murillo: “tenía una lucidez clásica en la inteligencia y un arrobamiento barroco en el corazón; poderosa inteligencia con vocación universal de geómetra, sensibilidad profunda e inquieta sin dejar de ser intimista”.

Su obra. El tono de su obra filosófica es el de su persona. Como a Roberto le gustaba decir, sigue “el camino de la esfinge” porque renuncia a todo fundamento último y se regocija con las metáforas y las paradojas del pensamiento y el ser, del eros y el logos, del espacio y el tiempo, de la libertad y la necesidad, de la objeción de consciencia y la vida republicana…

La de Roberto Murillo no es una obra en línea recta, disfruta de los recodos, deja jugar la brisa de altura, desconcierta con ires y venires porque el camino de ida no es el mismo que el de vuelta, porque –como dicen que decía Heráclito del dios de Delfos– no oculta ni muestra, solo señala…

Por eso, sus escritos conversan, no adoctrinan…; nos hablan de estancias, de estancias del pensamiento en una tarde fría de Paso Llano o del Alto Savegre: precariedad de la libertad, el arquitecto y el diablo, lentes y relojes, la ciencia de la lógica, la amistad…; o, en medio de la humedad de la selva caribeña, del entrañable recuerdo de un telegrafista, su padre; de la defensa del caminar; del “servo arbitrio” de Lutero; de lo que significa escribir un libro…

Sus escritos también nos hablan de Antonio Machado y del “escalofrío de la identidad dentro de la diferencia”; de las razones y las intuiciones de Bergson; del filosofar en tres temas de filosofía, donde la muerte y la imaginación son compañeras de la ciencia; de la forma y la diferencia como “solución simbólica de la antinomia de la existencia”; de don Quijote entre la ilusión y la lucidez.

Los invito a ir de paseo por la obra de Roberto Murillo, veinte años después de su prematura muerte. Yendo y viniendo, nos toparemos con Kant, con Platón, con Nietzsche, con Spinoza, con Borges, con Hegel, con Dostoievski, con sus maestros de filosofía, especialmente con Constantino Láscaris. Con ellos y muchos más conversaremos sin artificios, a la vera del camino, “de casi nada y casi todo, en la tarde de luz y lluvia lejana”, como alguna vez escribió.