'Rayuela', una antinovela de 50 años

La experimental obra del argentino llega a los cincuenta años llena de lecturas y relecturas

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Julio Cortázar (1914-1984) fue el único gran escritor latinoamericano del siglo XX que se mantuvo siempre en contacto con la narrativa experimental y que sirvió de puente hacia prácticas literarias no convencionales como el surrealismo y el grupo francés OULIPO ( Ouvroir de littérature potentielle o Taller de Literatura Potencial).

Fue tanto uno de los referentes esenciales de la novela y del cuento iberoamericanos, en la corriente de la literatura fantástica, como un autor marginal a esa misma tradición, imposible de encasillar, debido a su búsqueda de nuevos géneros que rastrearan lo narrativo en la vida cotidiana, la cultura popular y el absurdo de la modernidad tardía. El otro gran autor latinoamericano de la exploración estilística fue el cubano Guillermo Cabrera Infante, pero desde los juegos de palabras y la corriente de subversión nacida a partir del Ulises de James Joyce.

Aparte de Cortázar, los oulipens más conocidos fueron los franceses Raymond Queneau y Georges Perec, y el italiano Italo Calvino. En sus obras es posible encontrar la libertad expresiva y el humor negro que hallamos en Historias de cronopios y de famas (1962) y que el argentino llevó al extremo en su novela Rayuela (1963).

Las Historias de cronopios y de famas , muy populares y al mismo tiempo subvaloradas dentro de la inmensidad de la ficción cortazariana, no son completamente cuentos sino la tentativa de un género nuevo: ¿cómo contar un cuento contándolo sin contarlo del todo? Eso dio origen a la primera parte del volumen, “Manual de instrucciones”, una de sus secciones más famosas, y que son desternillantes viñetas en las que el motivo del relato y su sentido quedan escamoteados bajo la laberíntica maraña de procedimientos, mecanismos y rituales que los rodean.

Por supuesto, en el origen de este mundo ficticio de requisitos, de esta suerte de mecánica popular de lo real, que adquiere más importancia que el mundo verdadero, no puede estar otro que Kafka, pero también Jorge Luis Borges, de quien Cortázar y toda la narrativa latinoamericana son tributarios. Borges descubrió la intertextualidad posmoderna y escribió como si lo que estuviera escribiendo ya hubiera sido dicho, como si sus relatos no fueran el resultado del acto de narrar sino de leer.

Las tres novelas de Cortázar – Rayuela ; 62, modelo para armar (1968), y Libro de Manuel (1973)– se plantean el mismo problema del relato que busca la complicidad del lector para estructurarse. La clave de lectura para estas obras la da un elemento esencial en Historias de cronopios y de famas , como es su carácter lúdico. Cortázar asume el riesgo de ser considerado un kafkiano ingenuo y acepta que para él la literatura es juego.

Quizá por eso, en estos “tiempos sombríos”, algunos han valorado más sus cuentos, más cercanos al modelo clásico, que sus novelas, en las que asume todos los riesgos, incluso el de la irracionalidad antiburguesa y la confusión. Sin embargo, en Historias de cronopios y de famas , como en Un tal Lucas (1979), el autor argentino se traslada a una cotidianidad minimalista como si se tratara de un viaje fantástico a los confines del absurdo. Si bien nos deja algunas de sus piezas más célebres como autor –“Instrucciones para subir una escalera”, “Tía en dificultades”, “Aplastamiento de las gotas” o “Los exploradores”–, medio siglo después parece un inapelable recordatorio de la sensación de nada en la que nadamos en la actualidad.

A pesar de los seres entrañables que pueblan estos microrrelatos avant la lettre , la acumulación de gestos y acciones vanas sirven de eco a un tiempo anterior, en que las palabras parecían darle sentido a las cosas y no eran objetos independientes. Esta “pequeña cosmogonía portátil”, para usar un título de Queneau, es maravillosa, y es su maravilla absolutamente banal, absolutamente divertida, absolutamente intrascendente.

Rayuela, o la máquina de imaginar. Quien conoce París, después de haber leído Rayuela no puede evitar una cierta desilusión al ver palidecer a una de las ciudades más hermosas del mundo frente a la contundente realidad de la ficción.

Saber que esta obra está más viva que nunca, cinco décadas después de su edición original, es el único consuelo posible a la inexistencia física de su personaje más memorable, La Maga.

Magnus Opus de la aventura metafísica, I Ching de la novela latinoamericana, Tangram de París, cábala porteña, Rayuela es más que un texto mítico. Es un mito, poseído de la hierofanía que le otorga el hecho de ser un libro-juego, el “rayuel-o-matic”, un artefacto, una cámara de secretos, un gabinete de magia, un laberinto de espejos que le propone múltiples imágenes y versiones transtextuales al lector que se lee y se recompone en cada lectura. Es una de las pocas novelas experimentales de la literatura moderna que, al mismo tiempo, es canónica. La tesis, la antítesis y la síntesis se reúnen en un mismo texto.

Lo extraordinario de Rayuela es que, sin perder su explosiva fragmentación, es legible y, como todo acto de magia, capaz de seguridad al lector, con o sin “capítulos prescindibles” (como se denomina la tercera sección de la novela o “De otros lados”).

Quizá porque Julio Cortázar fue cronológicamente mayor entre todos los autores del boom –le llevaba 22 años al menor, Mario Vargas Llosa–, y el primero en fallecer, en 1984, su obra no ha cesado de cobrar densidad estética y conceptual y de ser revalorizada sin perder sus características lúdicas.

No hay que perder de vista que Rayuela es una máquina de imaginar, un juego, una ouija intertextual, un tarot que, en su arte combinatoria, recupera el espíritu del mazo de cartas que realizaron en 1941 André Breton y los pintores surrealistas Wifredo Lam, Max Ernst y otros.

La novela de Cortázar es un homenaje a la revolución absoluta de la libertad y a las dos épocas de mayor creatividad literaria en el siglo XX: el periodo de las vanguardias históricas, en la década de 1920, y la corta primavera de la imaginación en la que los escritores, filósofos y artistas se reunían en Saint-Germain-des-Prés, en París, después de la Segunda Guerra Mundial. Sus antecedentes están en los clásicos del surrealismo El campesino de París (1926), de Louis Aragon; Nadja (1928), de André Breton, y en los Ejercicios de estilo (1947), de Raymond Queneau.

La rayuela de París o el París de Rayuela no son parte de la historia sino del mito. Aunque la literatura de Cortázar no tenga nada que ver con el realismo mágico latinoamericano sino con la literatura fantástica rioplatense, el tiempo de Rayuela no es histórico ni tampoco cíclico, sino ritual. Es “la búsqueda del comienzo”, como llama Octavio Paz a la revolución surrealista.

En el caso de la novela, es el absoluto (La Maga, el amor, el amor que sigue siendo amor, la reinvención del amor) traducido al lenguaje recién creado del narrador argentino o de su personaje Horacio Oliveira, cuando dice: “un día, ya no para él pero para otros, algún día esa pared va a caer y del otro lado está el kibutz del deseo, está el reino milenario, está el hombre verdadero, ese proyecto humano que él imagina y que no se ha realizado hasta este momento”.

El kibutz del deseo adquiere numerosas formas en el imaginario de Cortázar y se identifica con el tercer ojo budista, “el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites”. Ygdrassil es el árbol de la vida en la mitología nórdica. En otras obras del argentino, la búsqueda del absoluto es “la noche pelirroja” ( Prosa del observatorio ), que en Rayuela , como en el juego infantil, va de la Tierra al Cielo.

Rayuela es parte de la trilogía lúdica de Cortázar, junto con 64, modelo para armar (1968) y Libro de Manuel (1973). Las tres obras son, como se dice en la segunda, “modelos para armar” –término tomado de los juguetes de la época–, libros-artefacto o juegos, textos que persiguen la reunificación perdida entre la palabra y la existencia, la imaginación y/o la vida.

Desde su aparición, en 1963, Rayuela ha tenido tres momentos de lectura o de recepción literaria. Al principio se leyó como un objeto de culto, para iniciados, en un periodo en que todos los lectores de literatura latinoamericana se sentían iniciados. Posteriormente, cuando su autor se comprometió con Cuba y luego con Nicaragua, y por diferentes motivos la novela del boom perdió el estadio de gracia en que vivió desde la década de 1950, se leyó como un texto difícil, escrito para especialistas.

En la actualidad, me atrevo a decir, sus nuevos lectores vuelven a inventar Rayuela desde otros parámetros y la (re)descubren no solo como uno de los grandes textos narrativos de la tradición occidental sino como una maravillosa novela de amor, quizá la mejor de la literatura latinoamericana.

Quien lee Rayuela como ritual de iniciación no puede olvidarla. Tampoco puede olvidar el París de Rayuela ni puede dejar de buscar a La Maga, esté donde esté. ¿Cómo olvidar el capítulo 7 y repetir y seguir repitiendo, a lo largo de la vida, aquellas palabras mágicas? “Toco tu boca, con un dedo toco el borde tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera…”.