‘Princesas rojas’, un filme con narración ejemplar

Vida y política. La cinta nacional ofrece una visión intimista y compleja de la infancia

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En la producción cinematográfica de cualquier parte es difícil encontrarse con casos de historias que traten con efectividad las situaciones de crisis narradas desde la infancia. Sin duda, el antecedente canónico es Los cuatrocientos golpes (1959), de François Truffaut, de claro tono autobiográfico.

Tanto en el cine como en la literatura, este esquema se funda en la novela de aprendizaje, anclado en la larga tradición literaria aparecida en el siglo XVIII, cuyo paradigma protagónico suele recaer en protagonistas masculinos, al estilo de David Copperfield.

Con Princesas rojas (2011), película de la directora costarricense Laura Astorga, se trata también de una historia de declarado corte autobiográfico que sigue el modelo narrativo de formación de una protagonista femenina y su hermana menor. La película muestra el paso de la evolución íntima, personal, de Claudia por una serie de experiencias que la llevan a afrontar una situación difícil, considerando su corta edad, y que habrá de suponer al mismo tiempo el término de la infancia.

Esa interrupción de la infancia ya venía anunciada por un choque inicial, una separación violenta del medio natal –donde ambas hermanas se criaron–, en el que ubican sus recuerdos más queridos: las canciones y bailes rusos, las historias de zarinas, los recuerdos –que se convierten en principios– del campamento de 'pioneros' (scouts), solo que este medio se localiza en la convulsa Nicaragua sandinista.

Herida histórica. De ese modo, la película de Astorga parte de un acto violento que conduce a la vuelta hacia lo que de manera paradójica se ha postulado como una vida mejor, al lugar edénico por excelencia: la Costa Rica supuestamente pacífica del convulso contexto centroamericano de principios de los años 80 –donde, por cierto, el cuidado no en vano esmerado de la ambientación, en sus mínimos detalles, hace de esta, además, una película histórica–.

No sería arriesgado destacar como rasgos constitutivos de Princesas rojas el relato focalizado en la perspectiva de la niña –quien sobresale por su calidad interpretativa–; el particular ritmo y el tono narrativo, de una nostalgia contenida y al mismo tiempo desoladora; una coloración que se antoja por momentos levemente desteñida, acaso por su remisión a la memoria de una herida histórica y de tintes ideológicos que se matizan estilísticamente.

Junto con la delicadeza y la sensibilidad de su tratamiento, esas peculiaridades harían del filme –aun cuando corra el riesgo de reducción y simplificación– el más próximo equivalente de la historiografía cinematográfica española, El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, sobre otra niña, Ana, un poco más pequeña, que vive también con sus padres y para quien la realidad árida de su pueblo castellano, al término de la Guerra Civil, se confunde, desde su mirada perpleja, con la ficción.

Lo mismo que el filme español, el contexto alude a una herida histórica de carácter relativamente reciente. El pretexto argumental se ciñe al acomodamiento personal de una familia costarricense que vuelve de Nicaragua. Allá, los padres tomaron parte activa de las actividades guerrilleras, que continúan con lo que –de vuelta a otro medio– constituyen actividades clandestinas en Costa Rica. Por esto, volver a la cotidianidad se torna difícil en virtud de un viajar constante –incluso dentro de Costa Rica– y del sufrimiento de pérdidas inexplicadas.

Contrastes. La tensión en las conflictivas relaciones fronterizas entre ambos países se traslada a la dimensión más íntima: la familia. El parangón es similar: no hay voluntad que medie en las relaciones vecinales, empezando por la imposibilidad de elegir a los miembros, esos otros con los que se convive.

Todo el relato fílmico está en tránsito de un país a otro –con lealtades que se escinden–, y de padres que mueven a lealtades que también se fuerzan a perder y luego a recuperar para de nuevo volver a perder: por esto es un film de aprendizaje de la vida.

Princesas rojas plantea un conflicto sobre las relaciones no solo maternas. La madre abandona a su familia para irse nada más y nada menos que a Miami (por esto, a la pregunta de una compañera de si la madre traiciona a su padre por otro hombre, Claudia responde que fue por otro país).

Hay también un conflicto con el padre pues Felipe se dedica sólo a proveer, y las niñas quedan al amparo de una excéntrica familia. Puede así decirse que se plantea cierto tipo de orfandad: una que admite la coexistencia paterna.

La itinerancia determina la escisión del espacio, que se manifiesta en contrastes continuos, como el de la cotidianidad de las pequeñas en los ámbitos hogareño y escolar. Desde el ambiente extraño del hogar, Claudia recurre a la búsqueda de un espacio propio –al decir de Virginia Woolf–, que encuentra en el arte: el canto.

Lección de aprendizaje. Para Claudia, el arte es la posibilidad de tomar distancia de su desconcertada vida familiar y de encontrar placer íntimo en otra dimensión que descubre y que ofrece desarrollo personal.

Sin embargo, el arte exige un compromiso, el cual se conflictúa con la situación familiar inestable –que, en cambio, el discurso dominante construye como entrega y sacrificio mutuos–.

No hay tales aquí. Por la causa revolucionaria, los padres se traicionan, se engañan y se abandonan; obstaculizan, no dan explicaciones, imponen, en parte por la clandestinidad de sus actividades, lo que implica el temor de la delación.

No obstante, precisamente de esa dinámica Claudia toma su lección de aprendizaje para reivindicar finalmente su ejercicio individual, su propio albedrío.

Pese a la narración intimista que puede facilitarlo, uno de los mayores logros del film es la ausencia de enfoques psicologizantes. No hay interés en condenar la conducta de los padres, pero tampoco se intenta explicarla. Sí hay una sutil adhesión visual con lo que su protagonista percibe –desde una expresividad que queda manifiesta en numerosos primeros planos–. La cámara asume su perspectiva en todo momento.

Ello permite fraguar una identificación que de entrada puede resultar difícil tratándose de la cotidianidad de una etapa que incluye gestos, sobre todo los iniciales, que se pueden antojar caprichosos.

Vemos riñas constantes entre ambas hermanas, si bien poco a poco van atenuándose; algo más adelante percibimos la desobediencia de la mayor a su tía cuando inexplicablemente se lanza a la piscina del vecino. Entonces ya se ha establecido mayor proximidad, pero aún no completa.

Para ello, la relación del espectador con la protagonista habrá de desarrollarse, solidificarse conforme avanza la narración hasta alcanzar su punto máximo en la secuencia final, de un giro argumental sorpresivo. Entonces se comprende que la calidad del cine costarricense ha de pasar por un cuidado, una investigación en todos los componentes que lo articulan, aun cuando suponga bucear en las fuentes más personales y dolorosas de quien se constituye como autor.

Carolina Sanabria es filóloga y profesora de en la Escuela de Filología y en la Escuela de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica.