Otras disquisiciones: El seguro triunfo de los reyes filósofos

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Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com

Sabio es quien rectifica sus errores antes de darnos el gusto de enmendárselos. Además, el sabio es modesto, de tal forma que prefiere el anonimato; es decir, nuestra fama. El sabio sigue siendo el primero del salón cuando ya hace excesivos años que él y nosotros salimos de la escuela.

El sabio piensa dos veces lo que pensamos hasta la mitad. El sabio nos da lecciones de modestia pues nunca nos envidia, aunque –la verdad– no tendría por dónde. El sabio bien intuye que a veces es mejor callarse, sobre todo cuando nos ha oído hablar.

Sabio es quien sabe que “sabiondo” se escribe sin hache. Sabio es quien sabe que, en el fondo, somos buenos, pero lo que pasa es que hemos entrado demasiado.

En realidad, el sabio no es quien conoce muchas cosas, sino quien toma las mejores decisiones. El ejemplo más famoso de sabiduría es el rey Salomón, del antiguo Israel, aunque solo hay una prueba conocida de su prudencia: el descubrimiento de quién era la madre de un niño por el que disputaban dos mujeres. Este relato es tan bello que, si fue inventado, se lo perdió la realidad.

El helenista Robert Graves refiere la leyenda judía medieval del libro del arcángel Raziel, pleno de admirables consejos, al que –se dijo– Salomón debió su sabiduría ( Mitos hebreos , cap. VI).

Empero, algunos autores han encontrado, en otra parte, el valor de la sabiduría de Salomón: en su tolerancia religiosa. Él permitió que etnias no hebreas erigiesen santuarios a sus propios dioses, mas esto le acarreó el odio del “partido profético”, que le achacó la culpa de la posterior división del país (Jesús Mosterín : Los judíos , cap. I; Isaac Asímov: El Antiguo Testamento , cap. XI).

En realidad, la mera sabiduría no equivale a la filosofía, pero ha habido otros soberanos, conocidos como “reyes filósofos” pues, a sus buenas obras, sumaron un sistema de ideas que hoy llamaríamos “humanista”.

En la Persia ya conquistada y contra el parecer de sus amigos macedonios y de Aristóteles, el postrimero Alejandro procuró integrar a los persas con los orgullosos griegos, mas la muerte lo arrebató entonces: quizá habría llegado a ser un “rey filósofo”.

Infortunado fue también el esfuerzo del emperador indio Asoka (muerto en el año 232 a. C.), quien practicó el budismo original, de respeto por todos los seres humanos, todos los cultos y todos los animales. A su muerte, su imperio se dividió y su legado se perdió (Arnold Toynbee: Estudio de la historia , cap. XX, 4).

No mejor suerte le cupo al estoico emperador romano Marco Aurelio (m. 180), maestro de la tolerancia cívica y religiosa, quien debió afrontar el naciente exclusivismo cristiano. Su política desapareció por su brutal hijo Cómodo y solo volvió gloriosamente con el Renacimiento (Ernest Renan : Marco Aurelio y el fin del mundo antiguo ; José Montserrat Torrents : El desafío cristiano ).

El destino inmediato de aquellos reyes filósofos no fue la continua victoria, pero todos nos enseñaron que la política no solo es política: vivieron en el pasado, mas van por delante.