Otras disquisiciones: El arte de la felicidad de Michael Faraday

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Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com

No es que seamos vanidosos, pero nuestra natural generosidad nos impulsa a elogiar a todas las personas; simplemente ocurre que, cuando empezamos a elogiar a todos, uno mismo es la persona que está más cerca. Conocer lo mucho que valemos nos confirma nuestra inteligencia superior pues los demás aún no lo saben.

No obstante, también podríamos opinar lo contrario ya que el cambio de opinión es propio de quienes saben muchas cosas y de los que no están seguros de nada.

Así pues, si por equivocación cayésemos en la modestia, nos sorprendería saber que algunas investigaciones psicológicas han llegado a la conclusión de que ser muy inteligente no garantiza la felicidad. ¿Será por esto que nos sentimos tan bien últimamente?

En Internet ofrecen pruebas de inteligencia que podemos resolver de manera gratuita. Son muy recomendables pues, por el contrario, pagar para que nos tomen pruebas de inteligencia es como pagar en una tienda para que nos hagan descuentos.

Por alguna asociación neuropsicosomática que demanda explicación, terminar una prueba de inteligencia produce el mismo bienestar que quitarse los zapatos. La mejor prueba de inteligencia es evitar las pruebas de inteligencia. Eludir las medidas de inteligencia nos autoriza a declarar que la nuestra es desmedida.

Una vez que se inventaron las pruebas de inteligencia, el mal ya estaba hecho y solamente quedaba aprovecharlo. Por cierto, esta resignación ya es antigua: la descubrieron Adán y Eva en el Paraíso Terrenal, y aquí estamos.

Así pues, en 1926, cuando ya había pruebas de inteligencia, el psicólogo Lewis Terman las aplicó a un grupo de niños superdotados; id est , a esos niños que se aburren en la escuela porque –como los testigos– saben demasiado.

Durante muchos años, Lewis Terman siguió a esos niños, lo que fue un mérito porque ellos caminaron cada uno por su lado. Ya en los años 90, se comprobó que las vidas de esos genios habían sido parecidas a las de los otros (“los otros” es aquí una forma elegante de expresar “nosotros”).

Ya siendo adultos, algunos niños habían logrado grandes éxitos profesionales, pero otros solamente desempeñaban trabajos modestos. Nunca sabremos cuáles de todos ellos fueron esencialmente felices ni quiénes disfrutaron de alegrías tan pequeñas que parecían tristezas.

Al final, algunos genios no fueron felices: Ludwig Boltzmann , Alan Turing y Kurt Gödel se suicidaron; pero otros sí parecieron haber hallado la dicha, como Michael Faraday (1791-1867), el físico que desarrolló el electromagnetismo, base de los motores eléctricos. Faraday creó la idea del “campo” como espacio donde se produce la acción a distancia entre partículas materiales: el paso n.° 1 de la teoría de la relatividad (Francisco Rebolledo : La ciencia nuestra de cada día , cap. X).

Faraday y su esposa no engendraron hijos, pero él disfrutó de ofrecer conferencias científicas a los niños en cada Navidad. Algunos no fueron genios, pero a Michael le habría bastado con saber que fueron felices.