Otras disquisiciones: El amor por el hombre sin dientes de Dmanisi

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La conciencia es el chismoso que llevamos dentro y que, falto de iniciativa, solamente se ocupa de observar al vecino que tiene más cerca (nosotros). Siendo tan tumultuosa la vida del vecino de arriba –quien podría llevar por el mal camino a Charlie Sheen–, la conciencia nos instala un fiscal de entrecasa y nos indica el buen camino cuando ya íbamos a llegar a la meta por el otro.

La conciencia nos persigue tanto, que nos hace sentar en el banquillo de los acosados. A veces, a la conciencia la llamamos el “otro yo” y el “superyó”, de modo que con el yo ya somos tres. Sin embargo, hay otros otros yos, que no somos nosotros, sino los prójimos: los seres humanos que nos están próximos (= prójimos).

Nuestra condición de mamíferos gregarios nos ha programado para ayudar a los prójimos, para sentir compasión por ellos; pero no somos los únicos en el mundo.

Christina podría explicarnos algo de aquello, mas el problema es que no puede hablar. Christina es un chimpancé hembra que habita en una selva de Tanzania.

Hace dos años, ella dio a luz a una hembra aquejada del síndrome de Down, y de una hernia que le impedía sentarse. La cría nunca pudo alimentarse sola, de manera que Christina la amamantó durante un lapso extraordinario.

Según biólogos de la Universidad de Kioto, solamente Christina y su hija mayor podían cuidar a la cría pues su madre impedía que otros chimpancés la tocasen. La cría murió a los dos años.

Ese caso no es único. En su libro El bonobo y los diez mandamientos (cap. IV), el primatólogo Frans de Waal recuerda el caso de una macaca que nació sin manos ni pies, pero que sobrevivió y se reprodujo pues sus congéneres la ayudaron y la alimentaron.

¿Qué instinto se impone así a la previsible actitud de dejar morir –o de matar– al pariente incapaz de valerse por sí mismo? Fue el instinto que actuó hace 1,8 millones de años en Dmanisi (Georgia, Cáucaso), donde vivió un hombre falto de dientes . Sus familiares, homínidos, masticaron la comida y se la dieron, aunque quizá él haya sido “una carga” para el grupo ( vide Jordi Agustí: La gran migración , cap. III, 5).

A la inversa, algunas sociedades –como los chukchis, de Siberia, y los bororos, del Brasil– mataban a los ancianos que no aportaban trabajo al grupo. Esto nos repugna, pero se entiende en medios naturales muy arduos, donde los bienes creados escasean.

Lo entendemos hoy mirando el ayer, aunque podemos imaginar que tales muertes se cometieron llorando y donándose el consuelo de que una vida mejor recibiría al abuelo. Gracias al tiempo, toda la familia se reencontraría en otro mundo alrededor de otro fuego: eterno, pero no infernal.

Lo que no podemos entender es la razón económica de mantener “inútiles” en tiempos tan difíciles como los de las cacerías inciertas y de las glaciaciones, pero las respuestas pueden ser muy simples: compasión y amor al prójimo. Los tiempos cambian, mas los seres humanos seguimos trepados al árbol de la evolución, balanceándonos en sus ramas entre el egoísmo y la compasión.