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Es múltiple. Aunque cubra sólo dos paredes está en muchos lugares, y me sigue como un perro, y recuerda mejor que yo mis viajes.

Es cofradía. Tiene muchas voces a pesar del silencio que disipa mientras tecleo. Vibra con la Underwood de mi abuelo, con la risa atronadora de Joaquín Gutiérrez, con el golpeteo de las piezas de ajedrez de mi amigo Juan León.

Está hecha de olvido, porque no sé cuándo y a quiénes presté lo ausente, ni cuáles lamentos hallarían término si los antiguos dueños tuvieran la curiosidad de preguntarme el destino de sus tesoros perdidos.

Sé que hay alguna fotografía oculta entre las páginas, números telefónicos que ya no sabría a quiénes pertenecen, precios que ahora parecen un chiste, quizá una hoja o una flor seca, dedicatorias que aún tienen aroma.

Tiene empeño de huella dactilar. Corrijo: de pisada jurásica; ya va siendo hora de que yo reconozca mi edad. Nunca la ordené ni dejé de hacerlo: aquello con las manos, esto con los ojos.

Arriba están los tomos de computación y matemática donde traté de hincar el diente romo de mi cerebro; ahí veo al estudiante y al profesor, son cuarenta años que bajan un par de estantes completos y se entreveran con novelas y algo de historia y un poco de filosofía.

Es una hoja de ruta. Un buen detective que hurgue en ella sabría qué hice o qué traté de hacer en esta vida. Pero no sabría qué entendí, y yo menos.

Es un aula donde nunca oscurece, un oráculo que no chista, un camino sinuoso y hospitalario.

Cuelga de ella la hebra que amarra quizá a García Márquez con Faulkner, las que separan a Joyce de Proust y los mecen a dúo, la que engarza a Dickens, Quiroga y Maupassant. La que va desde el rencor vivo de Pedro Páramo hasta la aridez sin término del sertón de Guimaraes Rosa, la que se hunde en la negregura de Himes, Chandler o McCoy, la que se aventura en los laberintos de Borges, la que se refugia en Benedetti o Debravo, la que venera lo eterno de Quevedo, Shakespeare o Cervantes, y por supuesto la que reúne a mis amigos y amigas que escriben aquí tan cerca de mí.

Tiene a Bobby Fischer y a José Raúl Capablanca y a Miguel Tal, tiene todos los jaques del tiempo y todas las celadas y todas las lágrimas o risas que alguna vez se derramaron sobre el tablero.

Y tiene, por último, las ventanas desde donde abro el panorama a la nueva Alejandría, la digital, que crecerá y crecerá sin término en cuanto yo ose adentrarme en ella.