Literatura infantil o la inefable búsqueda de una definición

El escritor Carlos Rubio se incorporó, como miembro numerario, a la Academia Costarricense de la Lengua. Mostramos fragmentos de su discurso leído el 7 de abril

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La Universidad de Costa Rica y la Universidad Nacional inauguraron un Rincón de Cuentos o biblioteca especializada en literatura infantil en la Escuela Sepecue, ubicada en Alta Talamanca, Limón. Es el primer centro dedicado al disfrute de la lectura, erigido en una zona indígena. Fue instalado en una edificación que guarda semejanzas con el usulé o la casa cónica ancestral de los indígenas bribris.

Me adentré en esa construcción circular. Allí encontré a un niño que, de manera espontánea, estiraba los brazos para agarrar un volumen que llamaba su atención. Tendría, si acaso, unos 10 años. Y, como muchos otros pequeños de esa escuela, juega fútbol y siente atracción hacia las recientes tecnologías, por ejemplo el uso de tabletas electrónicas y teléfonos celulares. Sin embargo, buscó un álbum ilustrado y se sentó a leerlo en la hamaca. Esa imagen simboliza el anhelo que hemos guardado escritores, educadores y promotores de lectura: el deseo de que un niño, de manera voluntaria, busque un libro y se solace con sus palabras e imágenes.

Por ese motivo, me concentraré en preguntar: ¿Qué es literatura infantil?

Fuentes folclóricas

El concepto es de origen reciente. Margarita Dobles sostiene que es una categoría lingüística y un hecho histórico que se terminó de definir en el siglo XX. Y Adela Ferreto afirmaba: “tres son las fuentes que han nutrido la literatura infantil: el folclore, algunos textos de los grandes clásicos y los libros escritos, especialmente, para niños”. Rescataré aquí el valor de la palabra anónima, la folclórica. Joaquín García Monge lo advertía: “Al niño la literatura que más le conviene y le interesa es la folclórica, de su gente, de su tierra”.

Las cántigas de plazas y esquinas son las que se heredan sin recelo. Son las rondas, las adivinanzas, las retahílas, los romances y los dichos anónimos, repetidos por generaciones sin detenerse a pensar en su antigüedad. ¿Acaso se interpretaron por primera vez en la Península Ibérica? ¿Quién sabe? Lo cierto es que se han convertido en los versos fundadores del gozo de la palabra en nuestra infancia. Alfonso Chase rescató la esencia de esa palabra primigenia con su Libro de maravillas . Nos evoca una tonada que, posiblemente, ya no se escucha en los parques o los patios de las casas: “Pobrecita la huerfanita / que no tiene padre ni madre; / la echaremos a la calle / a llorar su desventura. // Desventura, desventura, / ¡carretón de la basura! // Cuando yo tenía mis padres / me vestían de oro y plata, / y ahora que no los tengo / me visten de pura lata. // Desventura, desventura, / ¡carretón de la basura!”.

Y lo que sucede es que esa huerfanita, desprovista de nombre, representa la necesidad y el temor de la liberación de la autoridad paterna. La niña de la canción puede ser la Cenicienta, Hänsel y Gretel, Blancanieves, Pulgarcito y sus hermanos o los chacalincitos que se adentran en la casita de las torrejas. Puede que sea la evocación a tantos niños del pasado, huérfanos, hijos de madres que no sobrevivían al parto, de perseguidos o parias, de las víctimas de la guerra.

Hans Christian Andersen

No obstante, la literatura infantil contemporánea no solo se nutre de fuentes folclóricas. Fue el hijo de un zapatero y una servidora doméstica el que nos abrió nuevas perspectivas sobre los libros que podían leer las personas menores. Nacido en la isla de Odense, Dinamarca, Hans Christian Andersen elaboró sus cuentos con retazos de su vida. Mucho costaría imaginarse que un hombre proveniente de una cuna humilde, durante la Revolución Industrial, pudiera dedicarse a la vida artística. Estaría condicionado a aprender el oficio de la sastrería como lo deseaba su madre o remendar calzado, como lo hizo su padre. Pero supo sobreponerse a su pobreza, su desenfadada y poco agraciada figura y marchó a Copenhague, capital de su país, para probar suerte como cantante o actor. Nada de eso fue posible, pero encontró la manera de autorretratarse en sus cuentos. Él es el patito feo que, despreciado por su desgarbada presencia, se convierte en un cisne.

Será por eso que la literatura infantil incomoda e irrita a muchas personas adultas. Incomoda porque no es complaciente con las concepciones curriculares de moda o las políticas que perfilan a un ser humano alienado, sin posibilidades de respuesta y pobre de criticidad.

Es una literatura que también constituye un acto de humildad pues la autoría no es cosa de uno, es un acto de complicidad entre el autor, el ilustrador, el diseñador gráfico y el editor. Difícilmente un niño escoge un libro tan solo por las cualidades de su escritura. Generalmente aprecia la obra literaria por su valor integral, por la síntesis de diversos lenguajes, de las letras, las artes visuales y calidad de la impresión.

Los niños necesitan la calidez de sus hogares, la seguridad del techo y la confianza que da su familia. Eso mismo, también, se encuentra en los libros. Por ese motivo, el acercamiento al texto literario nunca debe ser un ejercicio académico medido por rígidos criterios de evaluación. Por el contrario, debe ser un enfrentamiento cotidiano, espontáneo, voluntario y afectuoso.

Política congruente

Presentar la literatura con gracia, donaire, magia y entendimiento ha de ser responsabilidad clara de la familia, la escuela, las universidades y el gobierno. No representa una atribución de una dependencia ni de un ministerio, sino que debería formar parte de un plan de país, de la creación auténtica y congruente de una política nacional de lectura y fomento del libro. Así debe ser si, efectivamente, se anhela un pueblo pensante, propositivo y dispuesto a rescatarse del abandono.

Con el mismo espíritu con que nos aventuramos por los parajes de un cuento, regreso al punto de partida de nuestro viaje, al usulé de la Escuela Sepecue, en Talamanca, donde me encontré con un niño que extendía sus brazos para alcanzar un libro. Me pareció que quería asir el universo con todos sus murmullos, palabras y estrellas. El milagro ocurrirá cuando se siente en una hamaca y se disponga a dialogar con la huerfanita, el lobo, el tigre de agua, el patito feo, Uvieta o Cocorí; cuando descubra la universalidad de ese rincón íntimo y único; cuando escuche el eco de la frase de Kempis que amó el maestro García Monge, “In angello cum libello” o “En una pequeña esquina con un librito”. En su peregrinar por las páginas descubrirá esta inefable búsqueda de una definición, este tránsito del territorio de la incertidumbre al vuelo, a la luz.

El texto completo se encuentra en la página electrónica de la Academia Costarricense de la Lengua.