Las manzanas de la sabiduría

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Parece que el manzano de Isaac Newton fue el árbol de la ciencia. Según nos asegura una leyenda más fácil de recordar que las ecuaciones de Sir Isaac, él ya estaba casi semiadormecido –bajel humano entre los vaivenes de la marea alcalina– y debajo de un árbol cuando le cayó una manzana que lo despertó a él y, con él, despertó grandes ideas.

Otra habría sido la historia de la física –y de la botánica– si, en vez de yacer bajo un manzano, Isaac hubiese estado bajo un olmo y le hubiera caído una pera. La historia habría contado que Isaac había pedido una pera al olmo, y este se la había dado para ver cómo explicaría eso: él, que pasaba por ser inteligente.

Ese hecho real-maravilloso habría confirmado las verdades de la paremiología; id est , la palabra larga con la que nos han bautizado el estudio de los refranes. Quienes inventan refranes ya deberían saber que nadie sabe para quién trabaja.

Sir Isaac era tan inteligente que siempre habría inventado la mecánica celeste, una de las partes de la física que tiene nombre de taller. Si no hubiese sido por aquella manzana, habría sido por otra u otra más. Todo habría sido cuestión de esperar la próxima manzana.

Dicho sea de paso, nosotros conocemos un manzanero, y no se nos ha ocurrido ni una canción.

Sir Isaac se preguntó por qué la tal manzana había caído verticalmente; también habría podido caer en forma diagonal, y ya sabemos que, entre las líneas vertical y horizontal, la línea diagonal es la socialdemocracia de la geometría.

Le hubiésemos dicho a Sir Isaac que la manzana había caído así por obedecer la ley de la gravedad, pero a nosotros solo se nos habría ocurrido comernos la manzana y habríamos perdido la oportunidad de pasar así a la historia. En vez de pasar a la historia, nosotros siempre hemos pasado de la historia.

La línea vertical tiene virtudes; entre otras, representa al propio árbol, que crece hacia arriba si uno se olvida de las raíces. Es cierto que el árbol también crece hacia los lados, pero esto solamente ocurre cuando el tronco se va por las ramas.

Para la mística cristiana, la cruz de Jesucristo representa el árbol de la salvación: el árbol soteriológico que cierra el círculo angustioso de la humanidad comenzado en otro árbol, el de la Sabiduría, cuyos frutos comieron Eva y Adán.

Aunque suele estar quieto, el árbol ha acompañado el paso de la humanidad. Durante muchos años se creyó que nuestros retroabuelos homínidos habían adquirido el bipedalismo cuando salieron de las selvas hacia las sabanas: allá, en la madre África; pero no fue así.

Los homínidos ya andaban (torpemente) en bosques poco densos (Jordi Agustí: El ajedrez de la vida , cap. VIII). El uso de las manos los volvió más creativos: crearon instrumentos; con ellos, la idea de los usos futuros; así, la idea del tiempo y la facultad de prever consecuencias; por último, la conciencia ética de calcular los efectos de nuestras acciones en los demás (Francisco J. Ayala: Origen y evolución del hombre , cap. VII). El árbol de la Sabiduría tuvo razón: ir erguidos nos ayudó a diferenciar el bien y el mal.