La sabia invitación de Francis Bacon

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Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com

Edición póstuma es el libro de un muerto que se desvive por decir la última palabra. Por intensas razones que no vienen al caso, es imposible que un autor póstumo concurra a la presentación de su libro, salvo que este trate de espiritismo. Entonces, francamente, cuando aparezca el aparecido, el libro será lo de menos. De presentarse el autor póstumo ortodoxamente envuelto en una sábana, podríamos exigirle que no sea redundante pues su libro es demasiado extenso: es otra sábana.

Un título de diario podría ser: “Fantasma escribe sábanas”, o también: “Cuando el fantasma fue a cobrar, el editor se le hizo humo”; pero estas disemias de mal gusto serían inconcebibles en los chicos de la prensa.

Lo más curioso de la presentación resultaría la parte de las preguntas al autor: se las formularíamos de viva voz –aunque este adjetivo lo moleste–; lo penoso sería que nos contestara dando golpes a una mesa. Cada respuesta tomaría años; la vida se nos iría en escucharlas; cuando terminásemos de oírlas, ya estaríamos en la misma y leve condición del autor, y esta no era la idea.

Aparte de la forma, los libros póstumos no tienen fondo, sino más allá. A veces, aunque el autor no sea un fantasma, su libro sí es como para salir corriendo. Los fantasmas salen en sábanas cuando hay temblores en el cielo.

Un libro póstumo es la ocasión ideal para que uno suelte todo lo que piensa de los demás porque entonces estarán los demás, pero uno ya no. Cuando un libro es póstumo, ya no hay vuelta de hoja.

Sin embargo, algunos libros son póstumos pues sus autores decidieron no publicarlos en vida, como ocurrió con los Diálogos sobre la religión natural, del filósofo David Hume (1711-1776). Él prefirió que fuese un libro definitivamente póstumo para que en vida no le gritasen “¡Ateo!” cuando solo era agnóstico (o sea, centrista de la falta de fe). Cuando un ateo se muere, no sabe a dónde ir.

Otro libro póstumo que logró fama es La nueva Atlántida , novela utópica que el inglés Sir Francis Bacon (1561-1626) no quiso terminar porque se dedicó a escribir otras páginas, como sus ensayos: pensativos, mas sin la gracia de los de Montaigne (pero ¿quién la tiene?). En aquel libro, Bacon inventa Bensalem, una isla remota dirigida por una élite de científicos integrados en la Casa de Salomón. Allí, todos investigan hechos para extraer teorías.

Después de muerto Sir Francis, en Londres se creó la Royal Society. Aunque tiene nombre de equipo de futbol, la Real Sociedad fue lo más parecido a la Casa de Salomón cuando sus miembros decidieron omitir la teología y la metafísica de sus ocupaciones.

Bacon fue un filósofo, no un científico, y cometió errores y descuidos. No creyó en el heliocentrismo; no valoró las matemáticas; minimizó la deducción; advirtió que los contornos de Sudamérica y África encajaban, pero no sacó la conclusión debida, y nunca se enteró de que su médico William Harvey había comprendido la circulación de la sangre.

En todo caso, sus libros llamaron a volver a la realidad natural, y a huir de mitos medievales y religiosos que asfixiaban la curiosidad. Bacon, Galileo y Descartes iluminaron entonces el tedioso cobertizo de la ciencia y nos sacaron a la luz en la que estamos.