La realidad oscurecida

Varios autores

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Como vivos muertos, los indígenas existen silenciados, recordados en las escuelas y los libros como historia pasada.

Aunque hay suficientes estudios que demuestran la precaria situación de los pueblos indígenas en nuestro país, las cifras descansan en informes engavetados que se convirtieron en no más que números fríos.

Por eso, un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad San Judas Tadeo decidieron darles rostro a esos números con un conglomerado de crónicas en el libro Aún somos cabécares.

En él convergen dos fenómenos poco usuales: dar eco a la voz silenciada de los indígenas con el uso de la crónica.

Editado por el escritor y periodista Froilán Escobar y el lingüista Guillermo González Campos, el libro parece ser un soplo de vida a los cronistas de Indias; un nacimiento de cronistas ticos que dirigen sus focos a una realidad oscurecida; que visten las estadísticas con historias reales; que se adentraron en las montañas para comprobar cómo una agonizante cultura milenaria lucha por sobrevivir a una violación que muchos prefieren llamar “modernización”.

Costa Rica cuenta con ocho grupos indígenas, y, según el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, el pueblo cabécar es uno de los más numerosos del país y uno de los que más conserva sus tradiciones. “Sin embargo, esta población es una de las más marginadas en los procesos de desarrollo nacional y de beneficios sociales”, describe el Comisionado.

La Costa Rica multiétnica, plurilingüe y multicultural está instalada en el olvido, oculta bajo una mampara social y política que promueve una cultura homogénea, como si los pueblos indígenas no existieran, o, peor aún, como si necesitaran ser “civilizados”.

Bien lo describe la ONU en el Diagnóstico sobre la situación de los derechos humanos de los pueblos indígena s:

“La actual relación entre los habitantes indígenas, las autoridades estatales y el resto de la sociedad costarricense es fruto de la tensión entre los supervivientes de siglos de imposiciones culturales, lingüísticas y socioeconómicas, y un Estado fundamentado en la noción de una Costa Rica homogénea”.

Sin embargo, este libro abre una vitrina a la realidad de los cabécares con sus contradicciones y virtudes. Crónicas plenas de tintes literarios y sustentable realidad periodística, nos evidencian que los indígenas y su carga cultural existen hoy: no son pasado.

Leer estas crónicas recusa la instalada creencia de una identidad limitada al “güipipía”, “la Negrita” y el “chonete”, y muestra que también nos pertenecen Sibö y el jawá. El libro nos ofrece a los cabécares como lo que son: costarricenses dignos de las tierras que han respetado por siglos, dignos de sus creencias tan vivas, dignos de derechos.

Carretillos de recursos de amparo desfilarían en la Sala Cuarta si de pronto llegaran a las escuelas a exigirles a los niños usar otro idioma, bajo el argumento de que el español que les enseñó su mamá no es civilizado.

Sin embargo, eso lo sufren los niños cabécares todos los días en las escuelas, donde se les “educa” en español y no en su idioma natal; pero esto a nadie asusta; al contrario, es aplaudido, a pesar de que, según el último Estado de la nación , del 2000 al 2011, el porcentaje de hablantes de lenguas indígenas bajó de 58,3 % a 30,4 %.

Estos cronistas se unen en un coro de voces literarias para ser eco de aquellas voces silenciadas. Su aporte viene a ser un parteaguas en la forma de contar historias y de mostrar a los costarricenses una realidad que parece no existir por ser desconocida; al costarricense que conoce al indígena por los libros de la escuela o por la foto de alguna postal turística.

Con este libro se abandona la expectativa de que llegue algún cronista a mirar, bajo una lupa foránea, la ceguera tica, esa ceguera que le hace ignorar su diversidad cultural. El libro muestra a cronistas ticos acercarse a su tierra, a su descendencia, pero sobre todo a su presente.

Estos cronistas miran con la lupa del coterráneo –de ahí su importancia–, con la determinación y la valentía de abordar la crónica como megáfono de denuncia, como instrumento de prueba, como un reflector que ilumina a los oscurecidos por la indiferencia.