La obra del siglo: de utopías y distopías

Las distancias entre las utopías y las distopías son tan imprecisas, tan cercanas, que, en ocasiones, se confunden y hasta colisionan

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Una central nuclear en el Caribe

Cuentan que una vez existió alguien en una isla llamada Cuba, que convencido de su aparente excepcionalidad, se propuso realizar “proezas” que superaran sus propias capacidades físicas y simbólicas.

De esos pretenciosos experimentos salieron desde una vaca que producía 100 litros de leche al día, pero que murió prematuramente por la sobre explotación de sus ubres, hasta un cosmonauta que hoy camina, con más penas que glorias, entre las calles polvorientas de una ciudad calurosa.

Pero uno de los más presuntuosos –y peligrosos– experimentos que se intentó hacer realidad en esa isla caribeña, fue una central electronuclear en el medio mismo del país. Para ello se movilizaron a miles de personas y se creó una pequeña ciudad de la nada. Ni siquiera la catástrofe de Chernóbil, en 1986, logró disuadir a los máximos responsables de esa pretensión nuclear en el Caribe.

Fue la desintegración de la Unión Soviética, que asesoraba y financiaba la polémica obra, lo que puso fin a esa arriesgada idea. No obstante, como rastros de ese fracaso quedaron los vestigios de ese monumental lugar: los restos físicos y los rastros humanos.

Lo cotidiano como conflicto

A esa realidad se acerca La obra del siglo , título que alude a cómo fue llamada pomposamente, en aquella época, la central nuclear por los medios de comunicación cubanos. En vez de concentrarse en una lectura directamente política de esa experiencia fracasada, su director y guionista Carlos Machado Quintela se adentra en los aspectos cotidianos que rodean la vida de una familia de tres hombres, que mal viven en un apartamento deteriorado y oscuro.

Así, abuelo, padre e hijo intercambian frustraciones y escaseces con una mezcla de pesimismo y humor, en medio de una realidad tan aburrida como decadente.

De ahí los tonos grises en la recreación fotográfica de un contexto casi fantasmal, en contraste con las imágenes de archivo televisivo que contrapuntean la presencia de lo ficcional y lo documental en el filme. A todo ello se une el agrio conflicto intergeneracional que envuelve a esta familia, como metáfora de la falta de perspectivas de la juventud para hacerse oír y reivindicar sus decisiones.

Tradición de cine experimental

El filme La obra del siglo podría inscribirse dentro de tendencias experimentales del cine cubano, minoritarias pero potentes, que van desde Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea) y Coffea Arabiga (Nicolás Guillén Landrian), ambas de 1968, o La primera carga al machete (Manuel Gómez, 1969), hasta Alicia en el pueblo de las maravillas (Daniel Díaz Torres, 1990), Madagascar (Fernando Pérez, 1994), Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2010) o Melaza (Carlos Lechuga, 2012), entre otras.

Todas esas cintas, además de los aspectos narrativos, visuales y estéticos que exploran de manera heterodoxa y transgresora, ofrecen, por lo general, comentarios irónicos y reflexiones críticas sobre el contexto de la Isla, aunque envueltos casi siempre en simbolismos que evaden tanto los requerimientos comerciales como la censura política.

Entre la ficción y el archivo.

La obra del siglo nos propone la alternancia entre la ficción cotidiana de esa familia deteriorada y su realidad decadente, en contrapunto con las imágenes de archivo que nos informan sobre el proceso de construcción de la central electronuclear y su optimismo desbordado, al más típico estilo del realismo socialista.

Así, desde la recurrente fumigación contra los mosquitos que todo lo nubla, pasando por la reiteración de la figura del pez encerrado en una pequeña pecera, hasta las imágenes del traslado del enorme reactor que llegó y nunca se instaló, o del joven boxeador del pueblo que ganó una medalla de oro en las Olimpiadas de Londres de 2012, el filme nos adentra en una realidad –la de ese pueblo, pero por analogía la de Cuba– que se movió entre la épica y el optimismo, la tragedia y la farsa.

El joven Carlos Machado Quintela, quien anteriormente había realizado otro excéntrico filme, La piscina (2012) –se acerca a un grupo de jóvenes con discapacidades desde el silencio y la evocación visual–, forma parte de una tendencia de realizadores latinoamericanos, entre los que pudieran incluirse a Lisandro Alonso, Michel Franco o Amat Escalante, por poner solo algunos ejemplos emblemáticos, que han apostado por un tipo de cine entre cotidiano, sobrio y visceral, que transita del realismo más crudo al simbolismo más sutil.

Comunicar lo simbólico.

La complejidad de este tipo de cine, sin embargo, es la dificultad para conectar con un espectador promedio, por medio de las simbólicas narrativas y propuestas estéticas de las historias que pretenden contar. Por eso, aunque algunos de estos filmes experimentales poseen transgresoras y estimulantes historias, no logran establecer formas de comunicabilidad efectivas con el público al que van dirigidas, precisamente por las dificultades que entraña interpretar sus códigos narrativos y visuales.

En el caso de La obra del siglo , a esas dificultades se agregan las particularidades del excéntrico contexto cubano, donde es difícil atisbar qué es ficción y qué realidad, dentro de una isla que pretendió construir una utopía tecnológica y humana, que terminó degenerándose en una distopía entre medieval y tropical.

La obra del siglo se estará presentando en el ciclo Preámbulo, del Centro de Cine, el domingo a las 4 p. m. Habrá un cine-foro a cargo del filósofo español César Vidal. El Centro de Cine está ubicado en barrio Amón, detrás del INS en San José.