La modificación genética y el exterminio del domador

Enorme utilidad. La modificación genética de los cultivos es una práctica milenaria, pero debe regularse

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Edgardo Moreno emoreno@racsa.co.cr

El científico Carl Sagan decía que cada avance tecnológico –desde la conquista del fuego hasta la del átomo– ha sido éticamente ambiguo y que solo el entendimiento sustantivo de la ciencia detrás de estos avances podía ayudar a comprender los alcances del desarrollo tecnológico y evitar que se usen para el mal.

La paradoja de cómo la sociedad se enfrenta a la tecnología es una constante histórica. Así, por ejemplo, la pólvora, inventada en alguna región del extremo oriente para entretener, fue más tarde utilizada por los bizantinos y los árabes para hacer la guerra.

La energía atómica se ha usado para aniquilar pueblos o curar el cáncer. Lo mismo ocurre con Internet, la que sirve para embrutecer o educar. Albert Einstein lo previno: “Temo el día en que la tecnología exceda las interacciones entre los humanos”. Ese día ya llegó…

Más eficiencia. La diferencia entre los animales y los humanos es la capacidad enorme que tienen estos últimos para desarrollar tecnología, domar a los seres vivos y modificar su entorno.

Mientras los animales y las plantas se adaptan para sobrevivir, los humanos adaptan a la naturaleza a su conveniencia, siguiendo el precepto bíblico que reza: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueva sobre la tierra” ( Génesis 1:28). Un preludio a la exterminación…

Hace unos doce mil años, todos los humanos eran cazadores y recolectores. Ocho mil años después, la gran mayoría se transformó en agricultores o pastores. Lo anterior permitió la fundación de ciudades y de ejércitos; también, el surgimiento de artistas, deportistas, políticos y sacerdotes: todos, ciudadanos “ociosos” que debían ser alimentados.

En la actualidad, la proporción de agricultores y pastores con respecto al resto de los humanos es mucho menor que hace cuatro milenios. Sin embargo, los métodos de producción agrícola y pecuaria ahora son mucho más eficientes: tanto, que pueden alimentar a unos 7.500 millones de personas y mantener urbes gigantes. Para bien o para mal, los métodos de producción también han permitido el desarrollo del arte, la cultura, la ciencia y la tecnología.

La cúspide de la eficiencia agrícola productiva –llamada “ Revolución Verde”– fue promovida por el agrónomo Norman Borlaug entre 1940 y 1975, quien recibió Premio Nobel de la Paz en 1970. Esa estrategia consiste en la siembra extensiva de monocultivos de cereales y de otras plantas comestibles durante todo el año, mediante la selección de variedades “mejoradas”, y la aplicación de grandes cantidades de agua, fertilizantes, plaguicidas, y el uso eficiente de los suelos.

Lo mismo se puede decir que sucedió con la selección y el manejo intensivo de los animales de producción, como el ganado, los cerdos, las cabras, las ovejas y las gallinas, cuya población ha crecido en proporciones formidables, eliminando ecosistemas y produciendo emisiones de efecto invernadero.

Visión evolutiva. Comparada con la primera mitad del siglo XX, la producción agrícola y pecuaria se ha incrementado de 5 a 20 veces dependiendo de la región del mundo que se trate. Incluso en los países más pobres, la generación de cultivos y de ganado se ha multiplicado así como la importación de alimentos. Gracias a todo ello, las expectativas de vida en los países pobres han aumentado. Incluso, dos de cada tres obesos del mundo están en estos países debido al exceso de calorías, por lo que esa condición se ha vuelto un índice de pobreza, al contrario de lo que sucedía antes de la Revolución Verde.

Todos los animales domésticos, cultivos para alimentos y ornamentales han sido seleccionados por los humanos; por tanto, han sufrido modificaciones genéticas sustanciales. Durante miles, cientos o decenas de años, animales y plantas fueron y son manipulados. Han perdido su natu-raleza primigenia y se han convertido en productos tecnológicos para el consumo y placer.

En ese sentido, el debate de los transgénicos hay que comprenderlo desde la perspectiva de la evolución de la agricultura, y no desde una visión aislada y determinista. Por ejemplo, el maíz –parte de la controversia– fue domesticado del teosinte silvestre en México hace unos 9.000 años. El proceso tecnológico aplicado por los indígenas al duro, escuálido e incomible teosinte, seleccionó por variedades genéticamente distintas que producían mazorcas múltiples y carnosas. Esta diversidad se ha extendido por el mundo.

Sin embargo, el nutritivo y domesticado maíz pagó un alto precio evolutivo pues se volvió más susceptible a enfermedades, y su reproducción, dependiente del cuidado de las personas, mucho antes de la llegada del maíz transgénico. Además, las milpas ocupan territorios enormes que algún día fueron bosques.

Solo en México y los Estados Unidos, los campos dedicados al cultivo del maíz incluyen respectivamente 8 millones y 32 millones de hectáreas, por lo que son monocultivos que atentan contra la naturaleza.

La verdadera disputa. El proceso de domesticación y aprovechamiento tecnológico ha continuado y generado gran diversidad de cultivos. El maíz transgénico –resultado de la ingeniera genética para resistir pestes y herbicidas o para aumentar su contenido nutricional– corresponde a una variedad más de maíz de las ya existentes.

Lo mismo ocurre con todas las plantas transgénicas, las que constituyen un paso más en la domesticación de los cultivos, camino que se inició hace miles de años en diferentes latitudes del mundo.

Por tanto, es absurdo que la polémica de los cultivos –incluidos la de los transgénicos– se centre en su transformación genética pues, de una manera u otra, todos ellos han sido modificados. Aún más, la mayoría de las plantas ornamentales y los cultivos –especialmente los extensivos– son poco amigables con el ambiente y la diversidad natural. No obstante, sin ellos, los humanos todavía serían cazadores y recolectores y vivirían en pequeños grupos en la Edad de la Piedra.

Así, considerar perversas a la transgenia y a otras técnicas es como echarle la culpa al teléfono de la estupidez humana. Estas solo son herramientas que pueden usarse para diferentes propósitos, de acuerdo con los vaivenes del genio humano. Entonces, parece que la verdadera disputa debe concentrarse en la comercialización, la explotación y el control de los cultivos –en particular, las semillas– por parte de las grandes compañías y sus intermediarios.

Lo pertinente es preguntarse: ¿es justo y rentable que las multinacionales controlen los cultivos, cuyo desarrollo fue el resultado del conocimiento acumulado por muchas culturas y no solo de las empresas? ¿Es sensato especular y hacer valer solo la producción sin considerar la diversidad cultural de los lugares en donde se domesticaron las variedades?

El problema es económico, ético y social. La solución no está en estigmatizar a la tecnología, sino en comprender que la base del problema está en la avaricia y en la sobrepoblación que hay que alimentar. En los linderos del año 2050 podría haber cerca de 10.000 millones de personas.

Thomas Malthus (1766-1834) advierte: “La fuerza de crecimiento de la población es tan superior a la capacidad de la tierra de producir el alimento que necesita el hombre para subsistir, que la muerte prematura, en una u otra forma, debe necesariamente visitar a la especie humana. Los vicios humanos son agentes eficaces de despoblación. Son la vanguardia del gran ejército de destrucción y, muchas veces, ellos solos terminan esta horrible tarea”.