La ciencia es el arte de la curiosidad

Una reflexión sobre el valor de la curiosidad en la ciencia.

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Pesimista es el optimista que ha hecho demasiadas preguntas. De todas formas, hacerlas no es mala idea pues la sabiduría es el premio de la curiosidad. Morirse sin haber indagado algo sobre el universo es como dar siete vueltas a un barrio por no preguntar por una dirección que estaba a media cuadra. Claro es, al final siempre se llega, pero a otra parte.

Las direcciones son como los ministros: cuando uno las busca, están en otro lado. El colmo del fracaso es preguntar por una dirección que acaba de salir.

No hace muchos siglos se creía que nacemos con el cerebro igual a una tabla rasa: sin ideas, instintos ni nada. Es cierto: algunos conocidos son la prueba viviente y semoviente de la tabula rasa: son los cráneos-trampolín de los que nunca saltó una idea, pero también puede ser que hayan saltado para ahogarse en un mar de dudas.

En el siglo XVIII, algunos filósofos –como John Locke– postularon que el ser humano nace sin ideas; es decir, sin saber qué son el bien, el mal, la línea recta, la nota fa ni la suavidad de la seda.

En ello llevaban razón pues las ideas nacen de las experiencias, y una persona falta de un sentido desde su nacimiento nunca sabrá cómo es el color verde o cómo suena la palabra “mar”.

Quienes negaron la existencia de las ideas innatas fueron llamados “empiristas”. Entonces ayudaron a negar los privilegios presuntamente divinos de la nobleza pues adujeron que todos nacemos iguales, al menos de mente.

El error de los empiristas fue no considerar que, aunque nacemos sin ideas, sí nacemos con instintos: de sobrevivencia, de defesa, de protección a la familia (instinto materno), de compasión...

Tampoco nacemos iguales, sino con formas cerebrales distintas, que el ambiente aprovecha o ahoga. En el Neolítico, Mozart se hubiera pasado la vida esperando a que aparezca un piano. Ni siquiera dos personas gemelas (= clones) tienen cerebros iguales.

Como fuere, debemos agradecer a los empiristas su empuje a los principios de la democracia y del antirracismo, aunque el buen señor Locke fuera accionista de empresas traficantes de esclavos, y aunque inventase una Constitución para el estado de Carolina mediante la cual los hombres libres tendrían poder absoluto sobre sus esclavos siempre que estos fuesen negros.

En el siglo XIX, el curioso señor Charles Darwin descubrió algunos mecanismos de la evolución de las especies, pero no todos pues en su época se ignoraban los cambios que ocurren en los genes (nadie sabía qué era un "gen", palabra que se inventó en 1909). Con los casuales cambios epigenéticos, los cambios ocurridos en los genes sí explican hoy el darwinismo.

La curiosidad no mató al gato: lo ayuda a evolucionar. La ciencia es el arte de la curiosidad.