La bohème: Una vida bohemia y una hermosa música

La magia de Puccini. Con motivo del estreno de ópera de la Compañía Lírica Nacional, este es un segundo artículo sobre La bohème

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Gonzalo Castellón

E l término bohemio, habitualmente sustantivo de origen geográfico, derivó con el tiempo en un adjetivo más. Su presencia entraña un juicio de valor acerca de la vida y costumbres de un personaje: su titular es protagonista de una vida incierta y azarosa –pródiga en el disfrute de la libertad individual–, con ocasional afición báquica e inclinación hacia los amores pasionales. En algunos casos, como el que nos ocupa, vida bohemia es equivalente a la existencia de un artista que porta consigo su lucha y su miseria. Explícitas biografías pasaron a la historia con esa condición: las de Paul Gauguin y Amedeo Modigliani, entre otras.

“Bohemio” –dentro del marco conceptual de la ópera que presenta la Compañía Lírica Nacional– es el término común para un poeta, un pintor, un filósofo y un músico. A la informal sociedad, se agregan una humilde fioraia que manufactura flores de papel, y una cocotte o demimondaine ––deliciosos eufemismos que retratan el ejercicio refinado de la profesión más vieja de la historia.

LEA MÁS: La bohemia parisina encenderá el Teatro Nacional

La ópera homónima no es sino un relato aleatorio de hechos aislados de la vida de bohemia. Los amores del poeta Rodolfo y la florista Mimí, junto a las turbulentas pasiones del pintor Marcello y la cocotte Musetta, resumen el cauce a través del cual transcurre la obra. De manera complementaria, los relatos del músico Schaunard y el filósofo Colline generan esa sensación de universalidad, tan esperable en una ambientación como la parisiense.

Apoteosis de la melodía

El diferendo entre Leoncavallo y Puccini (que involucró a Sonzogno y a Ricordi como casas editoras) no hubiese trascendido a la historia, si no fuese por la notoria superioridad de la obra del segundo. Ninguna ópera, alemana o francesa, italiana o rusa, posee tan variada y exquisita combinación de melodía, orquestación y armonía, como La bohème pucciniana. Ni el Faust de Gounod, el Boris Goudonov de Mussorgski, o el Eugène Oneguin de Tchaikovski ––todas de exquisita raigambre melódica––, le disputan ese nivel. Puccini solamente compite contra Puccini, y lo hace por medio de las inacabables melodías de Manon Lescaut, Madama Butterfly, Tosca, Turandot, Suor Angelica o Gianni Schicchi.

La bohème pucciniana –además de su inédita belleza melódica, que Ernst Krause identifica con “melodía infinita”–, logra reproducir musicalmente el perfil del artista parisiense de las décadas anteriores al prodigioso surgir del impresionismo (1874). El París de Puccini es profuso en colores vivos y mutantes; en instantes de ensueño y de sortilegio. La riqueza cambiante de sus recursos tímbricos provocó que el escepticismo de Debussy diera paso a un insólito reconocimiento: “No conozco a ningún compositor que hubiese podido reproducir el París de esa época”, confió a su amigo el compositor Manuel de Falla.

Por banal que resulte, la explicación de tan infrecuente criterio puede encontrarse en la propia tendencia del maestro de Lucca a los raptos melancólicos o depresivos. A Puccini le gustaba “hacer llorar al gran público”, y sus recursos son claramente ancestrales. “Los italianos superamos a otros compositores por nuestra capacidad de expresar una tristeza infinita en modo mayor” –afirmó, acaso con una sonrisa sardónica camuflada bajo el humo de su pipa–. Tan certera profesión estética sería acaso la mejor respuesta a la ofensiva desautorización de compositores franceses –Gabriel Fauré, entre ellos–, acerca de la triunfante Bohème.

Podríamos afirmar que la magia de Puccini reproduce una urbe parisina que espera ansiosamente la invención de la fotografía. El segundo acto de La bohème no es otra cosa que una sucesión de instantáneas de momentos felices… pero melancólicos, que alcanzan su pináculo en el Vals de Musetta , y en la subsecuente y brillante ritirata.

La transposición de esos instantes, captados merced a la invención de la fotografía, será una de las circunstancias que más influirá a los originales pintores impresionistas. Hablo de la época feliz de 1874, y sus protagonistas son los mismos que se rebelaron contra la tiranía del Salón Oficial y sentaron sus reales en el atelier fotográfico de Gaspard-Felix Tournachon, a quien la historia ha recogido simplemente con el nombre de Nadar. En el corazón del Boulevard des Italiens rige el principio universal de “Vivamos este instante… y mañana ya se verá”, lema que simboliza una forma de vida, ilustrada por Musetta , el más humano de los personajes de la bohemia parisiense.

Estos soplos mágicos del tiempo –v./gr. Vecchia zimarra , la sentida aria del bajo que hace las veces de marcha fúnebre premonitoria, o el dúo O Mimí, tu più non torni –, son los mismos que serán capturados por el pincel de Lautrec o la enternecedora sencillez de Claude Monet. Se sostienen, además, con una melodía de profunda belleza que ingresa a cada instante en los insondables ámbitos de la sensibilidad del espectador y que fija en ellos –cual instantánea–, ese breve intervalo de una terrible vida.

¿Cuál es la más bella de las óperas del maestro de Lucca? La bohème : responderemos sin lugar a dudas. Tosca podrá presumir de vertiginosa y de dramática; Butterfly, de misticismo oriental, de candor o de inocencia, mientras que Turandot perdurará en la historia como el imperio de la vocalidad femenina. Pero es Bohéme la incorregiblemente soñadora: la que equilibra poesía, humor y drama, a través de cuatro actos magistralmente perfilados por una música de ensueño.

De lo sublime a lo ridículo

Historia contada por Guido Sáenz.

En uno de los últimos esfuerzos de los incansables pioneros de la lírica costarricense, la Compañía integrada por Manuel Salazar (Melico) y Ofelia Quirós, en los roles respectivos de Rodolfo –poeta de inalcanzable fantasía, y Mimí, florista sencilla y apasionada–, presentaba La Bohème en el Teatro Variedades. La producción era de recursos harto limitados y, para evitar gastos de escenografía y utilería, habían decidido utilizar el catre del guarda del teatro ( guachimán en el lenguaje de la modernidad). Lo inédito de esta anécdota fue el hecho de que el encargado de la puesta no ordenara retirar los rodines del catre para garantizar su estabilidad. Justo al finalizar la ópera, en el momento en que Melico se lanzó sobre el cuerpo exánime de Ofelia Quirós, gritando desgarradoramente ¡Mimí, Mimí! , el catre asumió un movimiento elíptico, se desplazó bruscamente mirando el proscenio y describió una curva en dirección a bastidores. El atónito público observó al improvisado vehículo en su marcha devastadora, que derribaba con estrépito los instrumentos escenográficos que se encontraban a su paso. El inédito carruaje, con sus dos ocupantes a bordo, desapareció de escena y –tras chocar ruidosamente contra varios objetos– fue a detenerse fuera del alcance visual del público. Según los relatos periodísticos, Rodolfo y Mimí resultaron ilesos y, al menos por esta vez, la tragedia no fue invitada.