La amable indiferencia de Henry Cavendish

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De noche, el Sol brilla por su ausencia. Luego, en una esquina del cielo, el Sol da vuelta a la Tierra –si es que no prestamos demasiada atención a la teoría del heliocentrismo, pero estas son cosas de Galileo–. A efectos de navegar la mar océano o para inspirar a los poetas, da igual que la Luna gire alrededor de la Tierra o viceversa. Al fin, don Francisco de Quevedo siempre hubiese escrito:

“Escondida debajo de tu armada, / gime la mar, la vela llama al viento, / y a las lunas del Turco el firmamento / eclipse les promete en tu jornada”, en un untuoso poema dirigido al rey Felipe III.

Don Francisco no consiguió una embajada: parece que, ni en el siglo XVII, los gobernantes leían poesía.

Sobre la Luna se han urdido las más extrañas hipótesis. La ciencia ha rechazado la idea de que la Luna esté hecha de queso, con el argumento irrefutable de que, en tal caso, estarían mirándola los ratones. Nos apena que, con el rechazo de la hipótesis de la Luna-de-queso, el físico Stephen Hawking haya perdido la oportunidad de demostrar que, para viajar en el tiempo, en el espacio hay “agujeros de gusano”.

Como fuere, siempre quedaban dudas geocósmicas, como el enigma del peso de la Tierra; mejor dicho, cuál es su densidad ya que, en el espacio, nuestro planeta no pesa, aunque Atlas nunca haya sido de la misma opinión. Atlas fue un precursor del ecologismo pues descubrió que la Tierra es insostenible.

Si la historia se hubiese saltado el siglo XVIII, ahora ya estaríamos en el futuro, pero nos hubiésemos perdido la emoción de descubrir muchas verdades de la naturaleza.

El extraño Sir Isaac Newton ya había precisado las leyes de la gravitación universal cuando a otro inglés, Henry Cavendish (1831-1810), se le ocurrió averiguar cuál es la densidad de la Tierra.

Henry apeló a una suerte de “balanza” hecha con una vara en cuyos extremos colocó dos pequeñas esferas de igual peso. Como la “segunda vuelta”, la vara pendía de un hilo. A los lados, Cavendish puso dos esferas grandes de plomo; las acercó a las dos pequeñas, y estas giraron un poco. Henry midió el giro (debido a la gravitación), comparó el volumen de las esferas de plomo con el volumen de la Tierra, y extrajo la medida exacta de la densidad de nuestro planeta.

Ese golpe de genialidad no lo envaneció; en verdad, nada podía hacerlo pues Henry, que conquistaba la realidad, casi vivía ajeno a ella.

“Cavendish era indiferente a todo lo humano o emocional”, escribió el neurólogo Oliver Sacks en su libro El tío Tungsteno (capítulo XI). Sacks sospecha que Henry padeció el síndrome de Asperger y cita a George Wilson, biógrafo (1851) del genio: “Fue un benefactor que jamás recibió gratitud, pero sirvió a la humanidad mientras esta se burlaba de sus rarezas”. Esto fue antes. En Cambridge, Cavendish se llama el más glorioso laboratorio de física del mundo. Al fin, el tiempo giró como las esferas del buen Henry.