Kazuo Ishiguro: el arte de la desconfianza

El Nobel de Literatura 2017 ha construido una obra compacta y desafiante, fácil de malinterpretar, pero fiel a su impulso.

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Kazuo Ishiguro tenía 13 años cuando compró su primer álbum de Bob Dylan, John Wesley Harding . Algo transpiraba en ese disco del mundo de vaqueros americanos que Ishiguro conocía de la tele que veía en Inglaterra, su hogar desde pequeño.

Se enamoró de las letras, su primer contacto con un estilo de “flujo de conciencia o surrealista”, según contó a The Paris Review en una entrevista de 1998. Se enamoró de Leonard Cohen (otro gran trovador) también, y a los 19 voló hacia Estados Unidos, su sueño.

Viajó por tres meses a través de la vasta nada del corazón estadounidense, que ha inspirado a miles de escritores a inventarse a sí mismos de nuevo. Llevaba un diario, algo inspirado en Jack Kerouac quizá, pero todavía no sabía que se dedicaría a la prosa. Quería escribir canciones.

No le fue nada bien al principio. Sin embargo, en sus veintes, se inscribió en una maestría de escritura creativa en la Universidad de East Anglia, se sumergió en las grandes novelas decimonónicas y volvió la mirada a Japón, donde había nacido.

En 1982, publicó su primera novela, A Pale View of Hills (traducida al español como Pálida luz en las colinas ), donde la hija de una mujer madura se suicida. En vez de llevarnos por los sentimientos tras la muerte, la narradora nos lleva a la Nagasaki de la posguerra, a una antigua amistad, a otra parte. Así es la memoria: rara vez se concentra “como debería”, rara vez nos hace caso.

Y así escribe el Nobel de Literatura del 2017, como una canción de Dylan que serpentea entre caminos posibles, revelaciones confusas y callejones sin salida.

Inescrutable

¿Quién es Kazuo Ishiguro? En un podcast del 2011 de The New Yorker , el autor de vena experimental Ben Marcus comenta y lee un cuento de Ishiguro, A Village After Dark (publicado en la revista en el 2001), y dice algo que podría servir para cualquier libro de Ishiguro: “Simplemente no sabemos nada”. Y agrega: “Es la picazón de querer saber que es, creo, lo que es tan placentero de la historia”.

Es un escritor raro porque ha conseguido favor de la crítica y del público desde la década de los años 80. Su obra más importante es compacta –siete novelas y un libro de cuentos– y de lenguaje transparente. Sin embargo, “inescrutable”, “indescifrable” y “confuso” son adjetivos usuales en reseñas acerca de su trabajo.

Hay dos razones para tal vaguedad en torno a Ishiguro: una externa, referida a su recepción por parte de la crítica, y otra intrínseca a su obra, relacionada con su preferencia por el esbozo y la insinuación.

Muchas críticas insisten en su nacionalidad: ¿es Ishiguro japonés o inglés? Nació en 1954 en Nagasaki, pero desde los 6 años vive en Reino Unido y toda su sensibilidad cultural ha sido formado por el hogar que eligió (adoptó la nacionalidad británica definitivamente en 1983).

No obstante, una y otra vez, libro tras libro es comentado por sus características “japonesas” o “inglesas”, o por contradecir una u otra. Si bien sus dos primeras novelas ( Un artista del mundo flotante , 1986, y Pálida luz en las colinas ) se desarrollaron en Japón, cuando lanzó su mayor éxito hasta la fecha, The Remains of the Day (1989, traducido como Los restos del día y llevado al cine con Anthony Hopkins y Emma Thompson) lo más comentado era: ¿cómo es posible que un japonés capturase tan bien la vida de un mayordomo, el más inglés de los personajes?

La respuesta, por obvia, es esquiva. Fácil: se lo inventó.

Ishiguro ha comentado que durante el proceso de escritura de la novela encontró escasísimos escritos de esa amplia clase trabajadora inglesa, y que tuvo que inventar ciertos métodos de trabajo que Stevens, famoso protagonista, utiliza en el servicio del opaco lord Darlington.

La “dualidad” en la nacionalidad de Ishiguro sirve, al menos, para iluminar un aspecto de su obra: muchos de sus personajes están atrapados entre dos versiones de sí mismos. Dos mundos, dos máscaras, dos tiempos: sus músicos, su mayordomo, sus jóvenes enamorados, viven siempre entre una y otra posibilidad.

“Como escritor, estoy más interesado en lo que las personas se cuentan a sí mismas sobre lo que ocurrió que en lo que realmente ocurrió”, ha dicho Ishiguro. En Los restos del día , Stevens extiende la distancia entre su mundo interior y su oficio, entre sus sentimientos y la Historia que atestigua sin querer. Una antigua colega le escribe y así se dispara una reticente exploración de su memoria. Saltamos con él sobre vacíos y nebulosas. Así lo ha querido él: así se ha narrado su vida a sí mismo.

No es que sus narradores no sean confiables: es que para Ishiguro vivimos en la niebla. Algunas figuras se agitan en el fondo. Otras retroceden y solo oímos de ellas en una o dos frases. Esas pueden ser devastadoras en Nunca me abandones o Los inconsolables .

Adelante y atrás

Al leer a Ishiguro, hay que prepararse para la frustración. En eso se parece a Ian McEwan ( Atonement , Amsterdam ): ha perfeccionado el arte de la desconfianza.

La lectura de The Unconsoled (1995, traducido como Los inconsolables ), novela recibida duramente, es una experiencia frustrante. Nos presenta a un pianista célebre, Ryder, quien ofrecerá un concierto en una ciudad centroeuropea.

Se topa con expectativas que él no espera y personajes que no conoce; le van revelando aspectos de su vida y de su arte que permanecían ocultos. Un personaje aparece de la nada y se lo lleva de la mano. Se inmiscuye en una vida que no parece la suya. Aparecen casas, dramas y problemas de los que él no sabía o no quería decirnos que tenía.

Digámoslo así: el protagonista nos describe las montañas a la distancia pintándolas de azul; Ishiguro, de alguna manera secreta, nos deja percibir los infinitos tonos de verde que solo son visibles en la cercanía.

Los inconsolables puede ser uno de los libros más abandonados a medio camino (a este lector le tomó tres intentos y releer algunas páginas en ocasión del Nobel revivió la confusión original). Si uno se deja llevar por la lógica interna del libro, que es la gramática de los sueños, la frustración se parece al placer.

Entre los archivos de Ishiguro que resguarda el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin, hay una simpática lista de las Dream techniques (técnicas de sueños) que guiaron a Ishiguro en su escritura: “emoción injustificada”, “relación injustificada”, “logística distorsionada”, “personalidad mezclada”, etcétera. Visto así, nuestra frustración es deliberada, pero la emoción es sincera: es una novela sobre oportunidades perdidas y pasos en falso.

Desde el 2000, Ishiguro ha publicado tres libros que juegan con géneros de formas inusuales. Su novela de ese año, Cuando fuimos huérfanos , sobre el enrarecido y cosmopolita Shangái de los años 30, es una novela de detectives donde el misterio es el mundo que se desvanece por dentro y a su alrededor.

Por su parte, Never Let Me Go (2005, traducida como Nunca me abandones ), puede ser una de las novelas esenciales de nuestra época, en la que los límites de lo humano se difuminan cada vez más.

Es difícil contarla sin traicionar su mecanismo más eficaz: con prosa llana, nos cuenta de tres jóvenes en un internado inglés, donde se cuida de “donantes de órganos” en un futuro demasiado parecido a nuestro presente. Casi ciencia ficción, casi drama de internado (el más inglés de los géneros), completamente devastadora.

La satisfacción y la claridad se alejan página tras página, entre recovecos y rutas paralelas. Cuando al fin llega, la impresión es honda e indeleble. Una vez más, a su modo, Ishiguro está explorando cómo la historia y la política pueden destruir los vínculos entre las personas. Es capaz de devastar los cuerpos. Su aniquilación es capaz de generar vida; su olvido es oportunidad para que otros recuerdos puedan fabricarse.

En su última novela, The Buried Giant (2015), Ishiguro volvió la mirada a la mitología de su patria adoptiva. Nadie esperaba de él una ficción histórica de esta índole, pero de nuevo: nadie ha sabido qué esperar de Ishiguro desde sus inicios. Con él, está bien desconfiar. Puede ser tanto una cosa como la otra. A veces, al mismo tiempo.