Iván Molina y la fuga de cerebros

Precisiones necesarias. No todos los talentos emigrados de Costa Rica se formaron en su país

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Si no me falla la memoria –anamnesis de lo que queremos olvidar–, fue en 1985 cuando me enfrenté a una situación de emigrante que me hizo reflexionar sobre mi identidad profesional, algo que aún no resuelvo con la lucidez que amerita mi vocación de científico. Entre las vicisitudes de un viaje, atraqué en el escritorio de un policía aduanal, el que –ataviado con un flamante uniforme azul y decorado con una copiosa cabellera rubia– me lanzó sin piedad (en inglés) la siguiente pregunta: “¿En qué trabaja usted?”.

Debido al momento histórico que vivía Centroamérica en esos años, me pareció “peligroso” descubrir mi condición de profesor universitario, así que decidí revelar mi segunda identidad y respondí: “Soy científico”. El gendarme, levantó sus ojos azules, me miró de arriba abajo y replicó: “¡Ahhh, eso está muy bien...!; pero, dígame: ¿a qué se dedica usted para ganarse la vida?” Ultrajado, revelé mi tercera identidad y dije: “Soy microbiólogo” esperando que no me confundiera con un biólogo diminuto.

En un artículo reciente, el historiador Iván Molina hizo un análisis sobre un modesto ensayo que escribí para Ancora. Mi argumento fue que la “fuga de cerebros” es más un mito que una realidad y que la verdadera fuga de cerebros ocurre dentro de Costa Rica. Fiel al estilo que nos tiene acostumbrados en sus disertaciones, don Iván criticó con cierto antojo parte de mi ensayo como “imprecisiones básicas”, aunque también fue generoso y concedió algunas virtudes.

Medios diferentes. En su réplica, Molina me hizo recordar a ese gendarme de aduanas y reflexionar sobre mis condiciones, no solo como profesor, científico y microbiólogo, sino también como inmigrante (nací en México), situación que, por los muchos años que tengo de vivir en Costa Rica, a veces relego, pero que siempre está presente, en especial en los partidos de futbol.

Con excepción de un sondeo que hice en dos centros de investigación –el que Molina no discute–, todos los valores que usé provinieron de fuentes externas, en particular del Informe del estado de la ciencia . Lo único que hice fue sumar, restar y sacar la regla de tres para revelar lo que era obvio en ese informe, y que don Iván pareció captar: que no es tan importante la “diáspora de intelectuales” tal y como la precisa ese estudio.

Con respecto a los inmigrantes, usé la información parcial que estaba a mi alcance, con la única intención de reducir al absurdo el argumento sobre la diáspora; nunca pretendí hacer una investigación exhaustiva. Esto requiere de estudios más detallados, como lo observa Molina.

Dicho esto, don Iván parece no distinguir la diferencia entre un ensayo periodístico de 7.000 caracteres y una publicación científica. Áncora tiene otra vocación. Si mi intención hubiera sido hacer una publicación científica, habría usado las revistas especializadas con evaluación por pares externos e indexadas en bases de datos, tal y como habitúo.

En ese sentido, las recomendaciones metodológicas que señala don Iván se quedan cortas, amén que en sus argumentos comete algunas “imprecisiones básicas”.

Precisión de términos. Antes que nada habría que definir qué se considera un “talento en fuga”, y ponernos de acuerdo si algunos personajes –como aquel que escribió un ingrato memorándum traicionero– se fugan como “talentos” o como “tontos”. Además, en sus ejemplos, don Iván comete errores comunes de causalidad y de deducción histórica. Por ejemplo, nos dice que Vicente Sáenz Rojas y Franklin Chang Díaz emigraron como “científicos e intelectuales” en las décadas de 1910 y 1960, respectivamente. Nada más equivocado.

Después de vivir en Venezuela, Franklin Chang vino a Costa Rica y se graduó como bachiller en el Colegio La Salle en 1967. Seguidamente, trabajó un año como empleado bancario y migró a los 18 años a Connecticut, donde realizó estudios de preparatoria y de universidad.

De allí, Chang fue a MIT (Massachusetts), donde obtuvo su doctorado. Tras haber adquirido la nacionalidad estadounidense, se entrenó en la NASA y se convirtió en un astronauta exitoso. Es decir, Chang no emigró como científico reconocido, sino como un joven bachiller con ambiciones. Fue gracias a sus esfuerzos, educación superior y entrenamiento adquiridos en los Estados Unidos que logró sus objetivos por los que ha sido distinguido.

Otra historia cantaría si el adolescente Chang Díaz, antes de irse, hubiera sido un destacado físico y entrenado como astronauta en un turno josefino para después subirse al transbordador Columbia.

Algo parecido ocurrió con Vicente Sáenz Rojas, el que, siendo un joven socialmente comprometido, emigró de 20 años a Estados Unidos y México, donde adquirió gran parte de su formación e inspiración, convirtiéndose en un intelectual. Fue en México y en otros países donde Sáenz publica la mayoría de sus sobras, como el mismo Molina lo discute en un ensayo previo. Cuando regresó a Costa Rica, los méritos y los logros que tuvo en el extranjero le fueron reconocidos; es decir, nunca se fugó como intelectual.

Casos muy distintos son los de Yolanda Oreamuno, Eunice Odio y Francisco Zúñiga, todos intelectuales y artistas formados en Costa Rica y en el extranjero, con logros evidentes antes de “fugarse” para siempre.

Precisar el objeto. Por tanto, una vez formulada la pregunta, lo primero en cualquier investigación es definir y entender de manera precisa cuál es el objeto de estudio y diseñar una metodología apropiada para abordarlo; después, experimentar o ir a las fuentes correctas, como lo señala Molina.

Sin embargo, si no se tienen claros los dos primeros elementos, el tercero pierde significado y se puede incurrir en errores como los que Molina comete en sus ejemplos, y marcar como cerebro en fuga al feto “emigrante” que va en el vientre de una futura madre, la que escapa de su destino en busca de mejores horizontes a otro país. Eso no es historia: es astrología.

Pérdidas internas. Concuerdo con don Iván en que la ciencia es solo una y en que la diferencia principal entre las llamadas naturales y sociales es el objeto de estudio. En ese sentido, es cierto que la “diáspora” de intelectuales que el Informe del estado de la ciencia propone no toma en cuenta a las humanidades ni a las artes.

Aunque no justifico esa posición, las bases de datos sobre la producción científica en ciencias naturales son mucho más robustas y extensas que las de las ciencias sociales. Esto facilita el trabajo bibliométrico de producción, tanto cuantitativo como cualitativo: de allí que la diáspora se haya concentrado en las ciencias naturales. Sería constructivo que eso cambie en el futuro.

Indirectamente, Molina prestó atención a mi argumento sobre la “fuga de cerebros interna”; es decir, de aquellos que se pierden como intelectuales productivos dentro del país a pesar de su potencialidad. Sin embargo, ignoro si las razones de desencanto de los que se pierden y que imagina Molina son correctas. Habría que hacer un estudio científico para determinar las verdaderas causas. Lo que sí parece cierto es que –tal y como ocurre en ciencias naturales– la mayoría de la producción sobre la historia de este país se concentra en pocas cabezas. ¿Dónde están las demás?

Conociendo la vocación de don Iván, estoy seguro de que no perderá la oportunidad para replicar esta respuesta que hago de sus observaciones. Sin embargo, los debates entre académicos suelen volverse prolongados y aburridos; por lo que antes de discusiones bizantinas “sobre el sexo de los ángeles”, prefiero claudicar.

emoreno@racsa.co.cr