Ingrid Betancourt emociona con sus recuerdos de la selva

Colombiana narra cómo sobrevivió a sus seis años de secuestro en la selva

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París. Ingrid Betancourt divide opiniones. Algunos admiran a la excandidata presidencial colombiana por cómo sobrevivió a sus seis años de secuestro en la selva y por no mostrar deseos de venganza tras su liberación en 2008, pero otros la ven como una prima donna egoísta que se peleó con sus compañeros de cautiverio y después no hacía más que salir en cámaras.

Durante un año y medio se supo muy poco de la franco-colombiana, pero ahora Betancourt saca a la venta un libro de 700 páginas, No hay silencio que no termine, en el que cuenta desde el corazón sus recuerdos de la selva: sus intentos frustrados por escapar, las humillaciones, la difícil relación con los otros secuestrados y las amistades en absurdas situaciones.

En el texto salen a la luz los dos aspectos de su carácter: la mujer fuerte que no se doblega, nunca abandona y tiene una energía increíble, pero también la persona dura y desconsiderada que a veces se asusta de sí misma.

Por momentos el libro se lee como una novela de aventuras con muchos detalles escalofriantes. Los secuestrados estaban atados con cadenas de hierro, fueron literalmente “comidos” por hormigas y mosquitos, tenían que usar delante de sus captores un agujero en el suelo como baño, se peleaban por la comida y compartían el lecho.

Betancourt lo describe como “un campo de concentración en medio de la jungla”, en donde lo peor era la condena a no hacer nada y el no saber si y cuándo acabaría esa situación.

“La jungla nos convirtió en cucarachas que se arrastraban dobladas por el peso de las decepciones”, recuerda Betancourt, que creó una rutina propia para no volverse loca o apática. “Me di cuenta de que leer la Biblia y las meditaciones que surgían de mis horas dedicadas a tejer me hacían bien. Me apaciguaban, me hacían menos susceptible”. Su gran tesoro era un diccionario que había mendigado.

Con Clara Rojas. Sobre su compañera de secuestro Clara Rojas, que tuvo un niño con un rebelde durante el cautiverio, Betancourt escribe: “Aunque estábamos unidas por las circunstancias como hermanas siamesas, no teníamos nada en común. Ella intentaba adaptarse, yo no podía pensar en otra cosa que en huir”.

Al principio lo compartían todo, pero después surgió la envidia. Cada vez se imponía más el “cada cual a lo suyo”. “Había que ser muy fuerte para que las constantes humillaciones de los guardianes no te llevaran a ofender a su vez a tu compañera de infortunio”.

Hay muchos pasajes de autocrítica e indignación sobre los bajos instintos que sacaba a la luz el cautiverio. “A veces estaba realmente asustada de lo poco que me conocía a mí misma”.

A sus torturadores los ve con sentimientos encontrados. “Esos jóvenes podrían haber sido mis hijos. Yo los sufrí como crueles, tiránicos e hirientes. Cuando los veía bailar me preguntaba de forma involuntaria si mis hijos habrían actuado como ellos en circunstancias parecidas”.

Son muy conmovedoras las descripciones que hace de sus amistades. Lucho, el exsenador Luis Eladio Pérez, se convirtió en su confidente y protector. Siempre le daba ánimos y ella cuidaba la diabetes de él y tenía reservas de azúcar para un caso de necesidad.

“Lo quiero. Lo único que me hace soportar los días son las palabras de Lucho, su presencia. Si alguien le hace algo nunca se lo perdonaré”, le dijo al jefe de sus captores cuando le negó a Pérez el tratamiento.

El libro es arrebatador, sin estar escrito de forma arrebatadora. Las descripciones minuciosas de las terribles condiciones de vida se intercalan con reflexiones sobre los efectos del cautiverio sobre el carácter de una persona. Hay sorprendentemente escenas graciosas y muchos momentos en que el libro hace llorar al lector.

Betancourt fue liberada en julio de 2008 por el Ejército colombiano junto con otros 14 secuestrados. “No entendía nada. Pasó un tiempo hasta que las palabras traspasaron la gruesa capa de la incredulidad que se había depositado en tantos años en mi cerebro como una cáscara”, recuerda.

Alguien le alcanzó un teléfono al que al otro lado estaba su madre, y pasó exactamente aquello que ella había imaginado miles de veces durante su cautiverio, es decir que su madre la confundiera con su hermana: “Astrid, ¿eres tú?” –“No mamá. Soy Ingrid”.