Ilustrando a Félix Arburola y familia

En julio del 2014, la revista Su Casa publicó una entrevista de semblanza con el ilustrador. La Nación recoge un extracto

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Es un veterano de la ilustración infantil, un maestro instintivo, un aprendiz perpetuo.

Recostado en una butaca roja, viste camisa estampada, pantalón camuflado, botines cafés y lentes ovalados. Se quita los ojos como binóculos y se pone los de otros para ver el mundo de distintos colores. Alrededor, cuatro artistas, tres almohadones, dos libros y una coneja.

–¿Don Félix?...

–Dígame Félix. Usted me respeta con el trato.

Es un experimentado pintor, diseñador y músico. De pie frente a una secuencia de guitarras se las ingenia para capturar el “detrás de cámara” de esta sesión. Celular en mano fotografía cada pose de sus hijos. Luego, sugiere colocar un mural en cierto espacio vacío.

—Mejor no me respete. Tampoco me barbee. Seamos amigos. No pongamos esas limitaciones. Seamos iguales.

Es Félix, sin títulos, y esto es Osopez: estudio de diseño, fotografía y dirección de arte. Síntesis de tantos oficios familiares. Propiedad de Ariel, el único Arburola Matamoros con la mascota de la revista Tambor tatuada en el brazo. Escenario de cinco personajes que respiran arte en todas sus manifestaciones.

Oriundo de Cañas, Guanacaste. De tez morena y mirada profunda. El menor de tres llegados a la pampa del matrimonio de Roque Arburola, comerciante, y Argentina Bustos, costurera. Félix Arburola Bustos. Heredero de un apellido vasco del que solo queda una referencia y de otro nica, gestor de su tenacidad. Firi, Beto, el de Tina.

Tenía siete años cuando ilustró sus primeros cuadernos, 11 cuando llegó la televisión a Costa Rica y 15 cuando ingresó a la Casa del Artista. Nació en 1947, está a tres de cumplir 70. Come años, tal vez por genética, de seguro por jovialidad.

Entorno. Colonia del Río es un barrio guadalupano rodeado por el afluente Torres y la franja del parque Simón Bolívar.

La casa de Sebastián Arburola está aquí, en el terreno donde él y sus hermanos vivieron la infancia, la mejor época familiar, la década en que sus papás eran pareja y Tambor uno más de la camada.

Los cuadros y sus alusiones son el método para contar el paso de los minutos. Madonna, Jim Morrison, Audrey Hepburn, Los Beatles y La Nigüenta comparten tiempo y espacio.

El kitsch, tan representativo de la idiosincrasia costarricense, se apodera de cada rincón.

“¿Qué le sirvo? ¿Algo fuertecito?, bromea Félix mientras bebe una gaseosa en las rocas.

Detrás de la barra del bar se esconde el diseñador del Volcán de Oro, ganado por Ariel y Sebastián en distintas ediciones. Antes de pedir una foto con el trofeo, se cambia de ropa “para evitar ruido”. Del armario de su segundo hijo sale la camisa negra que lo acompañará el resto del día. Comparten talla y gusto.

“Casi todas las semanas tenemos nuestro happy lunch . Vamos por ahí a hablar de tendencias, pero me encanta visitar este lugar. Vea qué chiva ese timón en la puerta del cuarto. Muy simbólico, ¿verdad, Sebas?

“Claro, porque la vida es un viaje, Firi”.

Con voz lenta, baja, paciente, reconstruye su historia. Tuvo una niñez con estimulaciones y mudanzas –de Cañas a San José, de ahí a Venezuela, y de regreso a Costa Rica– de la que recuerda las máquinas de coser, los figurines, las clientas y los hilos. Su mamá era modista, aficionada a las artes dramáticas y participante activa de cuanto recital y concierto había.

Desde pequeño ilustraba sus cuadernos. Como tenía talento, los profesores se dejaban sus dibujos al final del curso. Memorias de un estudiante al que le disgustaba la escuela y el colegio.

En 1962 inició clases de dibujo en la institución de Olga Espinach, en ese entonces contigua al Teatro Nacional. Abajo ensayaba la Sinfónica Nacional y en el mezzanine se aprendía a pintar con materiales patrocinados por el Estado. Tiempo después matriculó varios cursos libres en la Universidad de Costa Rica, solo para confirmar que lo académico no es lo suyo. Empírico y autodidacta hasta la fecha.

Semblante. Canas visibles no tiene, solo manos con pliegues y un ceño que frunce cuando reflexiona. Camino a su casa, mira por la ventana del asiento derecho, examina las plantas desordenadas por el viento de la ciudad de las flores.

“Lo bonito de haberse criado en los 50 y 60 es que habían más cafetales, potreros, ríos, trompos, bolinchas, mejengas. La infancia era más integrada a la naturaleza y el cosmos. Las nubes, el cielo y las estrellas tenían más importancia. También era más relevante la música tropical y la radio, en contraste con el rock y el televisor. Tengo 15 años de vivir en Heredia y le aseguro que aquí la gente es gente… Hay más amabilidad, tranquilidad, calidad de vida”.

En Barva, Félix tiene sus rutinas. Duerme hasta las 6 a. m. Sale a caminar con una libreta en la que bosqueja paisajes, potreros, vacas, árboles, gallinas, todo lo verde y rural que descubre. Desayuna sus propias recetas. Pinta. Escucha a Frédéric Chopin, Gustavo Cerati, Ryuichi Sakamoto y “mucha cosa nueva que está saliendo”. Dibuja. Revisa Facebook, Pinterest, Flickr y Blogspot. Ilustra.

Tenía poco menos de 20 años cuando empezó a ganarse la vida como ilustrador.

Al principio hacía folletos educativos para los médicos y pacientes de la Caja Costarricense de Seguro Social. Más tarde pasó a la revista infantil Tricolor , varias agencias de publicidad y editoriales públicas y privadas. Hay que decir que Félix es un hombre de trabajos estables, entre un puesto y otro pasaron años.

“Antes de trabajar en La Nación diseñé el logo y personaje de la revista Tambor como freelance . Ya había hecho anuncios para Jack’s y Dos Pinos, así que sabían de mi inclinación por la ilustración infantil.

Súper Paletas, Lapicillo, Tío Conejo, Jacinto Basurilla y otros personajes insignes de los 80 y 90 repiten crédito. Por sus trazos corre la tinta de un mismo progenitor. El mismo que los vistió, caracterizó y afamó.

“Qué va, no le tengo especial cariño a ninguno. Es más, ni me detengo en eso. Le tengo cariño a lo que estoy haciendo en este momento, porque me está dando nuevos resultados, pero una vez que lo haga ahí queda. Tal vez lo vea y diga: ‘Puede mejorar’. Uno tiene que buscar siempre lo nuevo para no estancarse.

Pese a que son sus estrellas comerciales las más recordadas por el público, prefiere mencionar las literarias. Se le escapa una sonrisa al llegar a este punto de la conversación.

“La publicidad es parte de la cultura, pero me interesa más la cultura. En medio de la ilustración comercial, la literatura infantil fue un oasis. Es otro mundo, con gente más culta y sensible. Carballo decía que los dibujantes publicitarios son las prostitutas del arte. Y yo estoy de acuerdo”.

Félix Arburola aún mantiene guiños que pueden parecer de niño. Se entusiasma con una idea ajena, celebra sus propias ocurrencias, cuestiona casi todo. Aunque las ilustraciones juveniles no son su fuerte, también tiene alma de muchacho.

Cosecha. Siempre he hecho mis propias historias en imágenes, pero no en secuencias tipo historieta o libro. Cada imagen tiene una lectura individual, y en conjunto, si se trata de una serie.

La aclaración viene tras repasar sus proyectos con escritores nacionales como Carlos Luis Sáenz, Alfonso Chase y Mabel Morvillo. Ellos aportaron los textos; él, la gráfica.

“No me llama la atención ilustrar libros de poesía adulta, aunque podría. Tampoco me gusta decir ‘no’, porque me lleno de prejuicios. Hay que romper esquemas –afirma con seriedad– y acabar con esas limitaciones que uno mismo se impone.

“Una vez mi maestro Fernando Carballo me preguntó: ‘¿Qué hace usted fuera de la agencia?” “¿Dibuja?” Como le dije que no, me acordó mi responsabilidad con el arte. Entonces empecé a dibujar con más ganas y participé en certámenes de paisaje rural. Luego me encontré conmigo y con mi propio estilo.

¿Qué hay en su estilo que lo hace reconocerse?

Hay algo, pero no sé qué es. Soy muy visceral. Mi trabajo es muy emocional, muy de adentro. No es un trabajo analítico, proyectado de antemano. Mi trabajo es espontáneo, informal, emotivo… porque sin eso queda tieso, frío, sin vida, es como un acto de amor sin amor.

Puede que la pasión sea su eterna compañera…

Sí, aunque no estoy pendiente del pasado. Ya aprendí y me falta mucho más. Me gustan los nuevos especímenes.

De todas esas manifestaciones artísticas, ¿con cuál se identifica más?

Artista de la imaginación. No. Artista visual. Soy de todo un poco. No quiero etiquetarme diciendo que soy pintor, dibujante o caricaturista. Los especialistas no me gustan.

“No creo que uno pinte para alguien... Es una necesidad de conectar con las partes invisibles, los lugares invisibles de la psique humana, y nos vienen las imágenes, y hay una especie de impulso de comunicarlas... Pero no pretendo explicar esto... Que cada quien lo explique a su manera, incluyendo a los críticos de arte, en los que no creo”, publica el sitio web del Ministerio de Cultura a propósito de su obra.

Libertad. Su casa es un collage, tan diversa como su creación gráfica. Su pincel es libre, abierto al movimiento y color. Su verbo es franco, sin academicismos.

Las respuestas pomposas le desesperan casi tanto como las preguntas sobre el pasado, de ahí que cualquier conversación con el papá de los Arburola esté sometida a la pureza del hoy.

“Nada, ni siquiera recuerdos… Las colecciones me parecen una pérdida de tiempo. Hay que vivir el instante, que es lo único que tenemos. El presente va haciéndonos el futuro y el pasado. En algún momento coleccioné libros, cuadros de pintores y fotos en línea. Soy loco por Internet. Si hago un dibujo hoy, lo publico hoy mismo y ya mañana tengo al menos 100 “Me gusta”.

Cierto, lo noto dinámico en redes sociales: es usted muy tecnológico.

No puedo vivir sin mi Mac ni sin la Wacom. Uso Photoshop desde que salió y trabajo en el PageMaker desde que lanzaron la Macintosh 512K. Ahora mezclo el dibujo manual con lo digital –indica mientras rebusca entre los papeles con anotaciones y las esculturas en miniatura que invaden su escritorio.

La sala tiene además una pizarra con dibujos, recortes y fotografías. Un biombo con pinturas, bocetos y cargadores eléctricos. Una refrigeradora blanca con un televisor negro encima y una Frida gris debajo.

“Khalo es mi ídolo. Le admiro su deseo de vivir, su fuerza para superar los obstáculos, su pasión. ¡Ay, quería tanto a Diego!

Y le aguantaba unas... ¡Frida, su/frida!

Muy ingeniosa –ríe la ocurrencia ajena–. Fue una mujer sin limitaciones sociales, era bisexual y no se hacía rollos.

Sabía vivir y pintar lo que mejor conocía: su mundo interior; pese a que despreciaba la etiqueta “surrealista”, como usted.

No estoy acostumbrado a intelectualizar, a ponerle palabras a mis emociones, a disecar mis sentimientos. Soy cero calculador y maquiavélico.

Siendo usted tan “visceral”, ¿cómo hacía con los clientes publicitarios?

Haciendo publicidad aprendí a comunicarme. . Yo soy de la calle. Mi formación es autodidacta, mi academia son los amigos. Edwin Cantiño, Fernando Carballo, Otto Apuy, Gerardo González, Moisés Barrios, Hugo Díaz, Vicky Ramos, Ruth Angulo, Álvaro Borrasé, Ariel y Sebastián Arburola… ellos son mis maestros.

Familia. El interés por involucrar a sus hijos en el ambiente artístico podría ser efecto de una niñez exenta de cámaras fotográficas, libros y pinturas, o secuela de una adultez cargada de bocetos creativos. Desde pequeños, los Arburola Matamoros se paseaban por rotativas de revistas, cuartos oscuros de agencias y acrílicos de exhibiciones.

“La mamá se cansaba de mandarlos a acostar, porque pintaban hasta la noche. La autoridad a mí no me gusta. Aquí está el almuerzo, que coman cuando quieran… Es que cuando uno tiene hijos no sabe en lo que se metió, no basta con ser cariñoso. Por suerte me leí un libro que se llama Summerhill: Un punto de vista radical sobre la educación de los niños, literatura obligada para padres y maestros. Es una escuela inglesa para crear niños libres, personas humanas, no ovejitas obedientes. La idea es que tengan criterio, piensen, cuestionen, gocen.

Actúen, diseñen, pinten, canten…, que sean felices.

Exacto. Pienso que Moy se fue por Artes Dramáticas por el antecedente de mi mamá, aunque de chiquilla dibujaba. Por vivir entre hombres fue más apegada a las mujeres y en el teatro encontró su ambiente. Es una gran actriz. Sebastián siempre fue buen dibujante. Cuando tenía 13 años me pidió una pelota de arcilla que me había regalado Alberto Moreno, y solito moldeó a Esqueletor de He-Man, con todo y capucha. Es excelente en todo lo que hace. Desde pequeño, Ariel me pareció muy buen dibujante y diseñador, y de grande confirmé que su ojo es genético. Y Félix Jr. de adolescente tenía un cerro de dibujos con una fuerza impresionante, el día que se los iba a confiscar me confesó que los había quemado porque ahora iba a rockear.

Su estilo es muy propio y actual. Además de amigos son colegas, maestros y aprendices…

Ah sí, los hijos lo mantienen a uno joven. Algo que quise transmitirles es que conserven su humildad y se renueven constantemente. Hay que leer, estudiar, prepararse, aceptar críticas, escuchar a todas las personas.

¿Nutrir la mente y el espíritu?

No creo en el espíritu, creo que uno se muere y ya. Si conoce a alguien que haya ido al cielo o al infierno preséntemelo, para que me cuente cómo es el más allá. No me interesa nada de eso, me parece una pérdida de tiempo.

Félix Arburola. Que propone una simbiosis entre naturaleza, ser humano y poesía. Que rechaza que le digan “don”. Que vive el momento. Que ilustra su propio mundo. Arburola, Feliz.