Homenaje a la iglesia de Nuestra Señora de Fátima

El templo de Los Yoses, en San José, ha sido declarado patrimonio histórico y arquitectónico

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Andrés Fernández andfer1@gmail.com

E n la Iglesia Católica, cada advocación mariana es una alusión mística a María, la madre de Jesús. Así, se reconocen diversas advocaciones en torno a la virginal figura, a todas las cuales se rinde culto de diversas maneras.

Sin embargo, existen dos tipos de advocaciones: unas son de carácter místico, relativas a los dones, misterios, actos sobrenaturales o fenómenos taumatúrgicos de la Virgen María; y otras son relativas a sus apariciones terrenales, que muchas veces han dado lugar a la construcción de santuarios dedicados a ella.

Tal es el caso de Nuestra Señora de Fátima, una de esas advocaciones con las que se venera a María en el catolicismo. Su origen fue una serie de apariciones que tres niños pastores –Lucía dos Santos, Jacinta y Francisco Marto– afirmaron haber presenciado en las afueras de la aldea portuguesa de Fátima, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917.

Pese a que esas apariciones dieron fama mundial a dicha advocación, pasados cincuenta años, en San José de Costa Rica no había un solo templo dedicado a ella. En Heredia existía una iglesia con ese fin desde 1956, pero solamente sería elevada a parroquia treinta años después.

Un barrio sin templo. En nuestro país, la arquitectura que historiográficamente se denomina “moderna” tuvo su apogeo entre los años de 1950 y 1970. No en balde, en su libro Una arquitectura para el cambio , la arquitecta e investigadora Ileana Vives ha señalado que esa fue la arquitectura propia de la versión criolla del Estado del Bienestar.

Empero, en el ámbito privado y más específicamente en el residencial, en el barrio Los Yoses –una vieja finca cafetalera que había empezado a urbanizarse apenas en los años 40–, dicha arquitectura tuvo una fuerte y significativa presencia en ese mismo período.

En gran medida, ello se debe a que sirvió como campo de experimentación a los jóvenes arquitectos que empezaron a llegar al país hacia mediados del siglo XX.

Sin embargo, para el final de los años 60, el barrio carecía aún de un templo católico, y su feligresía estaba sujeta a la parroquia de San Pedro de Montes de Oca.

El sacerdote Pascual Bertran, carmelita descalzo y vicario en la iglesia Medalla Milagrosa del barrio Cuba –a cargo de la Orden Carmelita–, invitó a desarrollar aquel proyecto al arquitecto Alberto Linner Díaz.

Nicaragüense formado profesionalmente en el Instituto Tecnológico de Monterrey –capital del estado mexicano de Nuevo León–, Linner había llegado al país en 1962 para inspeccionar las obras del Hospital México, de cuyo diseño era corresponsable.

Habiéndole encomendado la Caja Costarricense del Seguro Social otros trabajos, ya para entonces Linner era vecino de Los Yoses, donde vivía a solo una cuadra al oeste del predio en el que se edificaría el templo.

De acuerdo con una entrevista realizada con el arquitecto en julio de 2010, corría el año 1968. El Concilio Ecuménico Vaticano Segundo finalizaba y, según él, católico devoto y practicante, “venía dejando enseñanzas en todos los ámbitos de la Iglesia”.

Después del Concilio. Linner agrega: “En el aspecto arquitectónico y funcional de las iglesias se proponían cambios importantes: a) se celebraría de frente a la asamblea, con lo que el presbiterio cambiaba con el propósito de que el pueblo participase más directamente de la celebración de la Santa Misa; b) el sagrario, y no el altar, sería el eje espiritual del templo, y c) de acuerdo al pensamiento carmelita, se pedía mucha austeridad, mas sin restarle su infinito valor a la Casa de Dios”.

“Eso nos llevaba al uso de materiales ‘naturales’ y de formas que por sí mismas fueran expresión de la bondad religiosa: de allí el concreto aparente, los pisos de barro (tipo ‘chiltepe’ nicaragüense), la madera del mobiliario, el hierro en las imágenes y los vitrales llenos de color, para entonar el interior y que los fieles se solacen de la naturaleza en los espacios que conforman la iglesia. Cumplidos esos compromisos, lo demás sería inspiración del Espíritu Santo”.

De arraigada espiritualidad ya de por sí, Alberto Linner sostuvo: “La arquitectura es una cuestión creativa que viene indiscutiblemente del alma”. A su vez, el también arquitecto Fausto Calderón opina que su colega “es muy religioso, y esto lo ayuda a sentir la espacialidad de una manera mística”.

Terminada en 1969 y consagrada al año siguiente –a cargo de los Carmelitas Descalzos, aunque sin constituir parroquia–, aquel fue el primer templo del país diseñado enteramente según las nuevas disposiciones canónicas.

Por la misma razón, el interior rompía con la simetría propia de la tradicional planta basilical, y era su tenue penumbra la que se abría a los fieles para brindarles una nueva manera de experimentar el rito católico romano de siempre.

Por fuera, la plasticidad del volumen contenedor de la iglesia se caracteriza por la libertad del gusto expresionista que le permite el concreto armado y expuesto, que contó con el diseño estructural del ingeniero Franz Sauter.

Eso, junto a la apertura hacia el viandante de que hace gala su emplazamiento urbano, convierte al templo en una de las más llamativas presencias arquitectónicas en un barrio ya de por sí particularizado por la excelencia de su arquitectura moderna.

Templos y modernidad. Quizá por eso, el arquitecto Víctor Cañas escribió: “La iglesia de Fátima es por mucho la mejor de San José: el uso del concreto, la espacialidad, la tipología. El uso del concreto expuesto es muy bueno, en una época en que era muy difícil lograr esa calidad”.

De hecho, por aquel expresivo brutalismo (de la expresión francesa ‘béton brut’ o ‘concreto crudo’), esa obra puede considerarse también el primer ejemplar de la modernidad tardía en la arquitectura del país.

Hasta entonces, nuestros templos católicos urbanos o semiurbanos se habían caracterizado por las distintas corrientes historicistas que definían tanto su espacialidad como su estampa, principalmente las del neoclásico, el neobarroco, el neogótico, el neorrománico y sus eclécticas variaciones. En cambio, la arquitectura victoriana era lo usual para las ermitas y pequeñas iglesias rurales.

Por su parte, desde los años 50, la arquitectura renovadora o moderna venía produciendo una serie de templos bajo la evidente influencia de la iglesia de Notre-Dame du Raincy, en Francia, del arquitecto Auguste Perret (1923).

Algunos de aquellos templos eran el de El Carmen de Cartago y el de Los Ángeles de Heredia. Ya en los años 60, otras iglesias, como las de Tres Ríos y Oreamuno de Cartago, se caracterizaron por sus horizontales y elegantes contenedores de líneas rectas, frente a las de San Isidro de El General y Turrialba, que se inclinaban más por una reproducción estilizada de las verticales convenciones catedralicias.

Frente a todas ellas, con las que rompió por las razones anotadas, el templo de Nuestra Señora de Fátima no solo es un hito de la arquitectura tardomoderna de Costa Rica, sino que también es parte ineludible de su arquitectura histórica de carácter religioso.

Ratificarlo, y nada más, fue lo que hizo el decreto n.° 3.8673-C, publicado en La Gaceta n.° 223, del miércoles 19 de noviembre de 2014. Esta norma lo incorpora formalmente a nuestro patrimonio construido.