Fritz Wunderlich, el asombroso tenor que murió pronto

El tenor estaba llamado a ser el más notable de Alemania en el siglo XX

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

La primera vez que escuchamos una grabación de Fritz Wunderlich, quedamos sumidos en una condición que lindaba con la estupefacción. Semejaba un ser de otro planeta en su perfección, belleza vocal y timbre del más puro metal. Las trompetas del Juicio final, resonando al unísono y difundiendo su sonido por los confines de la Tierra, no tendrían un alcance tan majestuoso y acariciador. Era, literalmente, una voz… luminosa. Su carrera –vertiginosa en su camino hacia la cúspide– no pudo detenerse jamás: una vez alcanzada la elevación, el descenso era inimaginable, y la humana dimensión le resultaba insuficiente.

Dolor y sacrificio. Es difícil comprender esta distancia inmensa, estos extremos entre los cuales he tensado mi arco –solía decir el cantante a sus más íntimos–. Se refería a la dura vida que le había tocado en suerte afrontar.

Peter Karger –el más antiguo de los amigos que forjó en la tímida ciudad de Kusel, en el Palatinado–, solamente tenía elogios para el trabajo inmisericorde del cantante. Fritz es alguien –decía– “que posee el derecho de afirmar que todo lo ha logrado por sí mismo”.

Hijo de músicos –director de coros el padre, y violinista la madre–, su infancia es cualquier cosa menos feliz. La estrechez económica, las intrigas políticas de la entreguerra y la aguda crisis económica mundial (nace en 1930), obligan a los progenitores a abandonar un incipiente negocio de posada. En octubre de 1935, Paul Wunderlich, apremiado por las deudas y por un insondable miedo al futuro, toma la fatal determinación de acabar con su vida. Fritz, su hijo, tiene en ese momento escasos cinco años de edad.

La madre se marcha con sus dos hijos a vivir en un barrio obrero en las afueras de Kusel. Los hijos aprenden a vivir como músicos de feria, y Fritz gana experiencia en la práctica del acordeón, el piano y el corno francés. Con su madre, forma un grupo musical que ameniza fiestas populares y bodas. Fritz es el cantante del conjunto, aunque la actividad apenas les da para sobrevivir.

La fortuna aparece hacia 1949 en medio de una posguerra que es considerablemente más dura para el vencido que para el vencedor: el director Emmerich Smola ha organizado un coro amateur y llega a Kusel a buscar voces de jóvenes candidatos. Entre los cantantes aficionados había uno –palabras de Smola– que poseía una voz espléndida y cantaba maravillosamente. El maestro lo recomienda, a pesar de su juventud, para una beca en la escuela de música de Freiburg.

El Destino no quiso premiar al joven Wunderlich con un levantamiento total de la carga académica: la Musikhochschule le otorga solamente un descuento en la dura obligación económica. Margarethe von Winterfeldt, la invidente profesora de canto, no posee el don de la vista, pero sí el del oído y, tras escuchar a Fritz en dos canciones de Schubert, recomienda calurosamente su admisión.

Von Winterfeldt es más que una maestra: según el relato de Wunderlich, es realmente una conciencia artística, a la que confía sus miedos personales y sus preocupaciones económicas. En sus tímidas cartas, el joven la interpela como “mi venerable maestra”.

Un triunfo anunciado. Hacia mediados de los años 50, la escuela organiza el montaje de Die Zauberflöte, la inmortal ópera de Mozart. Wunderlich asume el rol del príncipe Tamino. En una carta a su madre, Anna, el joven indica: “Esta interpretación decidirá toda mi vida”. La vida cumplió el vaticinio pues el asombroso éxito de su prestación le abrió la oportunidad en la ópera de Stuttgart, una de las más apetecidas de Alemania.

En 1959, sobreviene la ayuda de la poesía… y de los hombres solidarios: Jozef Traxel, el primer tenor del teatro, entra en velada componenda con Wolfgang Windgassen, el primer reemplazante, en orden descendente. Traxel se finge afónico antes de una función de Die Zauberflöte y, cuando la administración del teatro de Stuttgart apela a Windgassen, este rehúsa la responsabilidad y dice: “Tenemos a un joven principiante y será este quien se encargue del papel”. El maestro Thorwald concluye por aceptar lo que popularmente se llamó el “grito de Stuttgart”, a su vez consolidado por el atronador aplauso que el público asistente prodiga a Wunderlich al coronar la ópera.

A partir de este acontecimiento, la carrera del cantante alcanza un meteórico desenfreno. Los dos más grandes directores alemanes –Karl Böhm (“Herr Doktor” para sus músicos) y Herbert von Karajan, dios tonante de Berlín y Viena– lo incorporan a sus elencos predilectos. Los Festivales de Salzburgo, Aix-en-Provence y Florencia lo invitan a participar en sus producciones.

La Deustsche Gramophon –la más famosa casa disquera germana– lo escritura para la grabación de varias óperas, entre ellas las inmortales versiones de Die Zauberflöte y Die Enthfürung aus dem Serail. Ya para entonces, su agenda artística no admite resquicios, con vista a los siguientes tres años.

El libro de los presentimientos. El gran Hermann Prey, barítono de acreditada trayectoria, fue uno de los grandes amigos de Wunderlich. Del conmovedor relato que realiza el berlinés, y que involucra las últimas semanas de vida del tenor, se extrae el recuento de los presentimientos fatales que abrumaron su relación.

Menos de un mes antes de su trágica muerte, Fritz invitó a Hermann a una partida de caza. Pese a que no era de su agrado matar animales, Prey aceptó acompañarlo y, en un episodio lamentable, descerrajó un tiro al utilizar una pistola sin seguro. La bala se desvió por milímetros y no impactó la frente de Wunderlich.

“Era casi pensar en Onegin matando a Lenski en mitad del bosque”, diría Prey mucho tiempo después; pero el hecho fue tomado como un gran presentimiento sin respuesta.

Fritz Wunderlich había aceptado la oferta para cantar cinco funciones del Don Ottavio en una producción del Metropolitan Opera House de Nueva York. Con alguna reserva relativa al tamaño de la sala, el tenor se preparaba para un acontecimiento que constituiría su debut en el teatro más importante del mundo lírico de los años 60.

El cantante, que cumpliría pronto los 37 años, tomó sus últimas vacaciones antes de viajar a América, para lo cual decidió pernoctar en la casa de su amigo Heinz Blank.

Al dirigirse hacia su habitación, inició el descenso de una abrupta y larga escalera. Súbitamente, al pisar sus cordones sin amarrar con una de las botas, perdió el equilibrio y cayó de una considerable altura. Sufrió fractura del cráneo y falleció al día siguiente, sin recobrar el conocimiento. Era el 17 de septiembre de 1966.

¿Qué se esperaba Fritz Wunderlich? Al morir, de una manera tan inesperada como pueril, Fritz Wunderlich dejó apenas iniciada una carrera que auguraba superar los máximos acontecimientos de la centuria. Ya para entonces era el mejor tenor alemán del siglo, homologable tan sólo con el gran Richard Tauber.

Poseedor de agudos de gran brillantez, emisión de libertad plena, inusual resonancia y timbre de gran belleza, estaba destinado, en su madurez, a abordar algunos roles wagnerianos para los cuales parecía expresamente destinado. Nada se le hubiera resistido dentro de sus posibilidades naturales.

Las cosas buenas de esta vida se caracterizan por su brevedad. El unísono llanto de sus admiradores no obró el milagro de la resurrección. Recordamos hoy al émulo de Orfeo: aquel a quien tocó caminar cuesta arriba con la lira de Apolo en sus espaldas, sobre el espectro de la luminosa mañana en que los seres vivientes lo escoltaron danzando: aquel a quien todos llamaron… inmortal.