Figuras en la niebla: un retrato del rock de los años 70

Los sueños y decepciones de una época. En Neblina púrpura , el escritor Vernor Muñoz nos retrata la movida roquera de la Costa Rica de los años 70

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Fo León

E n los años 70, los roqueros costarricenses se alejan de las baladas y los bailes populares, y se meten de lleno a la psicodelia. Mientras la música se vuelve más abstracta, la lírica se vuelve más crítica y aguda. Después del período de bonanza cortesía de la economía de posguerra, el ambiente político y económico internacional llega a un punto de ruptura, y esto alimenta los cuestionamientos de las nuevas generaciones hacia las políticas de sus padres.

El mundo está cambiando, la brecha ideológica entre jóvenes y adultos se ensancha, y esto se refleja directamente en la música. El Estado costarricense se asusta y se pone represivo, la juventud responde con furia y esperanza… y luego amarga aceptación.

Es ese preciso momento entre el desafío y la resignación el que retrata Neblina púrpura , novela de Vernor Muñoz publicada recientemente por Uruk Editores.

Narrada a través de los ojos de un joven músico y su banda de rock al inicio de los años 70, Vernor nos lleva a las calles de un San José familiar pero, a la vez, casi irreconocible, antes del progreso desbocado y la dramática explosión urbana que acabó con los barrios históricos del centro. Un país de poco más de un millón de habitantes, con la mirada puesta en el futuro.

Aquella ciudad, aquella música

El rock clásico goza de buena salud en Costa Rica. Durante cinco décadas ha vivido en estaciones de radio, discotecas, bares, en bandas de covers , y en el sonido de jóvenes artistas cuyo punto de partida es la obra de los ídolos: Hendrix, Lennon, Richards, Dylan. El rock clásico es el estándar ante el cual se comparan todas las demás expresiones musicales juveniles.

Aun así, poco se ha escrito sobre las primeras bandas de rock costarricense, y menos aún sobre el mundo que habitaron. En Costa Rica tenemos rock original desde el principio de la década de los años 60, bandas con giras internacionales, contratos con disqueras, y hasta espacios propios donde tocaban todas las semanas. El rock se volvió parte indispensable del paisaje urbano, de nuestra memoria colectiva, y su presencia informó la vida de los barrios a partir de ese momento. Era moderno, transgresor y unía a las clases sociales.

Costa Rica tiene mala memoria y esto nos ha robado de un panteón roquero autóctono. Músicos increíbles como Narciso Sotomayor, Pelín Muñoz, Álvaro Durán, Alejo Poveda, Chepe González y muchísimos otros serían considerados leyendas hoy en día si sus historias hubiesen sucedido en Argentina o Inglaterra –donde la documentación ha sido constante y agresiva–, en vez de Costa Rica. Serían el punto de referencia de la juventud atrevida y creadora, que aprendería de sus trabajos para construir los propios.

Vernor percibe esta ausencia e incluye a muchísimos de ellos como personajes en su novela, tratando de rescatarlos del olvido; les da la voz que siempre han merecido. También se toma el cuidado de retratar espacios icónicos de la experiencia local, como los conciertos en la Feria de las Flores, en los bares de mala muerte, en los cines –redada policial incluida–, y hasta en Puntarenas durante los fines de semana.

El talento y el trabajo de esta primera ola estaba muy por encima de la capacidad de nuestro mercado para desarrollarlos, y mucho de su impulso pionero se debe a su total desconocimiento de los límites de nuestra realidad. Para entenderlos, hay que entender mejor su contexto.

El optimismo de la movida roquera costarricense era consecuencia directa de ser la primera generación formada por la Segunda República, criada con las ventajas acumuladas de las reformas que precedieron y sucedieron a la guerra civil. Vivieron movilidad social ascendente como ninguna otra, y gozaron de los frutos de políticas económicas solidarias combinadas con el desarrollo explosivo de la industria costarricense.

Hijos de campesinos llegan a ser bachilleres y licenciados. Pequeños emprendimientos se convierten en almacenes modernos y en grandes industrias. Esta es la generación de los viajes a la Luna y la llegada de la televisión. ¿Es iluso creer en la utopía de una revolución pacífica dirigida por jóvenes, en un país sin ejército? ¿O creer en la posibilidad de tener una carrera digna como músico de rock , viviendo de la creación musical y el pregón de los nuevos ideales de igualdad, resolución pacífica de conflictos, armonía con la naturaleza y libertad individual… cuando has visto a la clase media crecer gigante ante tus ojos?

Pero los sueños de la juventud nunca toman en cuenta los pequeños hilos que tejen nuestra historia colectiva. Circunstancias antojadizas como el alza o la baja del precio del café, o una escasez artificial del petróleo, pueden implicar cambios enormes en las metas individuales de miles de personas.

Las muñecas rusas

Lo impresionante es que Muñoz nos hace concentrarnos primero en la emocionante vida de esta generación, llena de epifanías y contradicciones, y la contrasta sutilmente con la vida de sus artistas como si fueran muñecas rusas –una encapsulada y haciendo eco de la otra–, mientras, al mismo tiempo, nos va describiendo la vibrante y moderna Costa Rica donde estas vidas transcurren..., y justo ahí hace el cambio.

Como si fuera un truco de magia hecho con naipes, Vernor reemplaza una carta con otra ante nuestras narices, sin que nos demos cuenta hasta que ya es muy tarde: la Segunda República también está joven, tiene sueños, y mira hacia el futuro… Y tampoco tiene la menor idea de la fragilidad de su situación, de los miles de hilos que tejen su historia, que no tienen nada que ver con su voluntad ni sus aspiraciones, sino con su capacidad de manejar el cambio inesperado y responder a nuevos contextos, y así sobrevivir las sutiles traiciones de la vida adulta.

Los paralelos se profundizan. Esa primera ola descubre que su música moderna no es algo que el mercado quiera o pueda sostener, y debe tomar decisiones para poder sobrevivir. Las opciones: alejarse de sus instrumentos y asumir una profesión más formal, como la de sus padres, o dedicar su talento y su tiempo a replicar las cosas que el mercado puede apoyar y sostener, aunque esto no cumpla la promesa revolucionaria.

La tragedia de esta metáfora es evidente y es la que mejor describe los últimos 40 años de nuestro país.

Es importante romper el silencio después de muchos años de escuchar “de eso no se habla” y percibir miradas esquivas. Es hora de hablar de las cosas que papá siempre calló porque era demasiado doloroso mencionar, porque era evidenciar su inocencia en tiempos menos convulsos, cuando ignoraba cosas que luego fueron obvias.

Nuestro país ha callado durante años el dolor de sus sueños perdidos y, ahora, Vernor empieza el diálogo desde el lugar menos esperado, pero a la vez el más evidente: desde la música que nos acompañó cuando nuestros sueños se vinieron abajo.