El rock, acorde del dios Tánatos

Ronda fatal. El tema de la muerte es omnipresente en el rock, incluido el que se hace en Costa Rica

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En el libro Killing Yourself to Live, el periodista norteamericano Chuck Klosterman narra, a lo largo de 250 páginas, un viaje épico que lo lleva a rincones impopulares del paisaje de los Estados Unidos. Durante veinte días, el autor visita varios lugares donde músicos fallecieron por múltiples razones. Su objetivo es entender –o intentarlo, cuando menos– la relación intrínseca que hay entre la muerte y el rock.

“Pienso en la muerte todo el tiempo; es, creo yo, la cosa más interesante que absolutamente todo el mundo hace. Esto es especialmente cierto cuando se trata de celebridades […]. Morir es lo único que garantiza que una estrella de rock tendrá un legado que sobrepase la relevancia temporal”.

Esa cita se extrae de las primeras páginas de la crónica, mientras Klosterman prepara la maleta para su viaje, acosado por una inquietud que definirá el rumbo de su texto: “Quiero saber por qué la mejor movida profesional que puede hacer un músico es dejar de respirar”.

Sin embargo, cuando se quiere hablar de la muerte en el rock que se hace en Costa Rica, las cosas no tienen un tono tan rimbombante por una razón simple: aquí no hay iconos con el impacto cultural y social que tienen las mayores estrellas de rock del mundo (las que aparecen en la historia de Klosterman). En realidad, no contamos con más que un ejemplo que ha logrado trascender la barrera del tiempo y mantenerse vigente en la memoria colectiva.

José Capmany murió hace poco menos que trece años. El asfalto y un Mitsubishi de placas 67803 se conjugaron para acabar con la vida del músico, por entonces estandarte del rock compuesto entre Peñas Blancas y Paso Canoas. Casi un lugar común: el fatal accidente ocurrió en el kilómetro 90 de la carretera que cruza el cerro de la Muerte.

La partida de Capmany lo convirtió en un icono ante el público que consume música nacional –más bien, poca gente– y, sobre todo, ante los medios de comunicación tradicionales. A la fecha, Capmany sigue siendo un referente en la revista Viva, de este mismo diario.

Que esa presencia sea buena o mala queda a discreción de cada cual, pero, sin lugar a dudas, es comprensible: en general, la muerte es un tema de fascinación para el ser humano.

Por ello mismo, aun cuando la desgracia no ha hecho leyendas de músicos en este país, el tanatismo sí mantiene un lugar preponderante como tema en las canciones de rock que se escriben en Costa Rica. Algo es tangible tanto en el caso criollo como en el que abordó Chuck Klosterman en su libro: como la vida misma, el rock sin muerte no existe.

La tentación y el sueño. Hace muchos años, Marcos Monnerat despertó con un sobresalto. Todavía agitado, intentó reponerse. La cabeza le daba vueltas, lo confundía. Se habrá sentido temeroso o, cuando menos, contrariado.

Dentro de su cabeza, el eco de una voz se esparcía, pero no era eso lo que mayor desconcierto le generaba. Era lo que la voz adelantaba: se toparía con una persona que se atragantaría; estaría en peligro de fallecer, y en manos de Monnerat quedaría salvarlo. Horas más tarde, las palabras de la voz se cumplieron, y Monnerat le salvó la vida a un ser humano. “No lo puedo explicar, pero sí sé esto: a esa persona no le tocaba todavía”.

Marcos Monnerat es guitarrista, vocalista y fundador de la banda The Movement in Codes, y también formó parte de Nada, ambos proyectos trascendentales en el desarrollo de la escena de rock alternativo en Costa Rica durante la década anterior.

Marcos cuenta aquella historia cuando le pregunto si le teme a la muerte. ¿Le teme a la muerte un músico que escribe canciones sobre el suicidio, sobre lo fatuo de la existencia? Valga la pregunta, en cualquier caso: ¿Por qué un músico escribiría canciones sobre la muerte?

Porque la muerte le rehúye a las conversaciones. La fascinación del ser humano por el final de la vida está presente en la historia universal desde los más antiguos registros, y suele encontrarse en obras artísticas y culturales, pero rara vez una conversación casual admite el tema sin consecuencias posteriores.

Monnerat asegura que su música y sus letras son un alivio para sus emociones personales que giran en torno de la muerte: emociones que generan empatía con la gente porque, más allá del tabú, es un tema común a todos los seres humanos.

Bien contó Chuck Klosterman: pensar en la muerte –su inminencia, su omnipresencia– es la cosa más interesante que todos hacemos.

Dice Marcos Monnerat que durante su adolescencia estuvo un poco obsesionado con el suicidio, tentado incluso por la idea de acabar con su propia vida. Sin embargo, prefirió reprimir ese deseo de abandonarlo todo por amor a su familia y sus amigos: “Es algo que nunca podría hacerles”.

Sin embargo, en las canciones que Marco escribe tuvo –y sigue teniéndolo– peso esa inquietud por la vida como algo pasajero, como un viaje con final premeditado, y la posibilidad de llegar a ese final por mano propia.

“A la hora de componer o hacer letras, me sale ese lado fatalista, pero siempre mezclado con un sentimiento de no rendirse y de luchar contra la corriente, de seguir adelante”, añade Monnerat.

Así las cosas, le pregunto al músico si le teme a la muerte. “No, porque todos andamos una sentencia de muerte encima. A todos nos tocará”.

Tocará, además, aprender a vivir con ello.

La petite mort. Para hablar de la muerte, no siempre hace falta hablar. Tal como un brochazo carmín sobre un lienzo en blanco –por ejemplo– puede transmitir un amor intenso que trasciende la comprensión del mismo pintor, una nota musical, o varias de ellas, pueden funcionar como válvula de escape para los temores y las obsesiones mortales de un músico. La abstracción es la palabra del artista.

El rock no es excepción y, por el contrario, descuella como banda sonora de nuestro endeble paso por el mundo, aun cuando no siempre requiere de las palabras para hacerlo.

En el 2012, la banda costarricense de rock instrumental Niño Koi presentó su primer disco de larga duración, titulado La pequeña muerte . En él exploran temas referentes a la mística que rodea la pérdida de fuerzas vitales. La muerte –y la vida, como su contraparte– se presenta en la obra como punto de partida y de llegada en el desarrollo de canciones que prescinden de vocalización y de palabra, pero que, de igual forma, consiguen explorar la fragilidad de la existencia humana.

“Para el rock instrumental, al tratar este en gran parte de ambientes y emociones, un concepto tan enérgico como la muerte puede convertirse muy fácilmente en la génesis de la obra”, asegura Chris Robinson, bajista y miembro cofundador de Niño Koi.

A lo largo de 10 piezas, La pequeña muerte recorre varios de los ambientes que menciona el músico. El hilo que une todas las canciones y funciona como concepto del disco es precisamente la pérdida de las fuerzas vitales y las emociones, a veces insoportables, que esto genera en los seres humanos.

“La muerte es uno de los catalizadores más fuertes y significativos para cualquier proceso en la vida. Una canción de rock puede otorgarle una dinámica al proceso creativo que permite explorar muchas fronteras en la consciencia de cada integrante”, dice Robinson.

La pequeña muerte toma su título de la expresión francesa “la petite mort”, metáfora del período casi inconsciente posterior al orgasmo. Ese disco es un ejemplo claro de cómo el rock costarricense se acerca a la muerte como temática.

Poco importan las palabras cuando en los altavoces retumba el acorde de Tánatos, el dios griego de la muerte.

El autor es redactor de la revista ’Su Casa’ y colaborador de la revista digital '89decibeles.com'.