‘El gallo”, cuento de Sara Herrera Álvarez

Futbol y letras. La autora recibió una mención honorífica en el concurso Cuenta como gol con un relato sobre los “ídolos” del futbol y sus orígenes

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Evangelina Leal se raspó con los dientes los últimos vestigios de esmalte rojo que había en sus uñas. El sujeto que estaba frente a ella exhaló ruidosamente, se acomodó algo en la entrepierna y carraspeó.

–Eso que va tener no es hijo mío. ¡Quién sabe ‘onde lo juntó!

En un solo acto, una ráfaga de aire caliente se metió por la ventana, y el estruendo de unas latas de zinc sueltas en el techo pareció subrayar con violencia las palabras.

Aquella fue la última vez que vio con horror cómo salían espinas de la raíz retorcida de su boca. Hubo un silencio largo, largo…, y las latas del zinc renovaron su furia. Evangelina se quitó el pelo de la frente y se sentó en la cama con un ligero temblor en las rodillas.

Dos meses antes de lo previsto, casi al fin de una larga noche de quejumbrosa llovizna, una mujer rolliza de piel morena y ojos saltones le entregaba una criatura moribunda que se retorcía en su mano sin llorar. Tenía los párpados hinchados y la piel violácea.

–Es varón, pero no creo que esto le pegue, mmm..., aunque dicen que nacer con el cordón enrollao en el cuello es señal de buena suerte.

Evangelina se incorporó penosamente y lo tomó en sus brazos, pegándolo con suavidad contra el austero pecho. Él gimió débilmente y sus pequeños dedos rozaron la piel sudorosa y morena.

La improvisada comadrona le entregó un jarro con café caliente que ella sorbió despacio. Al hacerlo, la tenue respiración sobre su pecho y el canto lejano y cristalino de un gallo le infundieron un aire repentino y extraño de serena alegría. En ese momento pensó que lo llamaría “Gaspar” porque alguien con ese nombre debería ser fuerte.

Pasados los años, Gaspar Leal se revelaría como un chiquillo de ojos lánguidos y extremidades largas, que se comía las horas correteando tras una bola de plástico, ya fuese cuando los soles de marzo hacían bailar las hojas del aguacate en las paredes de su vivienda, o cuando sus pies descalzos retozaban en el barro bajo las melancólicas lluvias de los barrios pobres.

Entre semana, Gaspar se entregaba con dedicación tenaz a sus tareas escolares, a sabiendas de que tendría como recompensa ir a una casa vecina a ver partidos de futbol en un viejo aparato de televisión. Este se ubicaba en un privilegiado sitio sobre una mesa erguida con altivez ridícula sobre altas y enclenques patas de madera, coronado con ramos de flores de plástico, de manera que, para Gaspar, el futbol cobraba una dimensión casi mágica.

Una vez allí, Gaspar se acomodaba lo más cerca posible del improvisado “altar”, tratando de pasar inadvertido para el grupo de amigos. A pesar del magnetismo que ejercían aquellas imágenes sobre su ser, por instantes apartaba su atención de la pantalla para observar las reacciones de aquellos adultos, y cómo, al calor de los partidos, se trocaban: reían, vociferaban, se enojaban o celebraban, en una tertulia tan alegre, tan vívida, tan anclada en el momento presente, que a Gaspar se le antojaba estar en una isla flotante sobre aquel conglomerado de penurias y miseria que envolvía habitualmente su barriada.

Al caer la tarde de un domingo que se extraviaría en el tiempo, Gaspar se sentó junto a Evangelina y, con los ojos lánguidos, acarició sus manos coronadas de venas.

– Mamá, yo quiero ser futbolista.

Ella bajó la mirada hasta los pies embarrialados de su hijo, y él, con un dedo, le recorrió con suavidad las venas.

–Es que llegó un entrenador a la escuela…, y dice que soy muy bueno, que sólo necesito unos tacos y practicar todos los días…

Lágrimas, ruegos, impotencia…, y el recuerdo galopante de las espinas. “Esto no es mío”, “Esto no le pega”… Vigilias colgando de la nada, lamiendo con los ojos la terca herrumbre del techo, con una gana furiosa en la garganta de desdecir al destino.

A veces, mientras él jugaba con sus amigos en el patio, ella se sentaba junto a la ventana y al trinar en sus oídos las carcajadas del hijo, se solazaba en aquellos retazos de felicidad única, en un indescriptible clímax de dicha.

Una mañana, Evangelina cortó las espinas del recuerdo y se levantó con la determinación en los ojos. Correteó al único gallo del patio y lo convirtió en los zapatos deportivos más baratos que encontró. Gaspar vio tan gigantesca aquella mujer menuda, que enmudeció con los siglos atorados en su garganta.

Bastarían pocos años para que alguien más se fijase en aquel joven de piernas largas, que parecía cortar el aire cuando corría tras la bola.

–Quieren contratarme en la capital: es un equipo grande.

El abrazo largo, ayuno de palabras, cavó un tibio abismo en su pecho.

Acto seguido, comenzó una cadena de acontecimientos inverosímiles, en una combinación imposible de habilidades, suerte, apretones de mano, firmas y dinero, mucho dinero, que se trocó en comodidades impensadas, tantas que debió buscarse a sí mismo en los recuerdos de su infancia para así abrazar la solidez de momentos ácidos pero reales, y para jurarse no permitir nunca que su espíritu se obnubilase por aquella fortuna que imprevista y descaradamente le hacía guiños en cada esquina de su vida.

Sus habilidosas acciones en el campo de futbol, aquella forma de cortar el aire... Gaspar jugaba sin pretenderlo, con las fantasías, el ardor, los sueños, las palpitaciones y la respiración de las multitudes.

Gaspar obtuvo tantas ganancias materiales, como el cariño quemante de aquellas multitudes, al extremo de separarlo del común de los mortales encumbrándolo hasta el temido pedestal de un ídolo. Experimentaba escalofríos cuando la muchedumbre coreaba su nombre en una extraña mezcla de vanidad, victoria sobre aquel pasado funesto, ganas locas de reírse de la miseria, de ponerse de rodillas ante Dios, ante Evangelina Leal, ante aquel sentimiento pavoroso de cargar con la expectativa de un monstruo amado que tenía alma y que se agitaba en las graderías como si tuviera un solo grito, que le reclamaba un pedazo de felicidad para sus cansadas vidas.

Al terminar el entrenamiento de un día de abril, le avisaron a Gaspar que alguien lo buscaba.

–¿Sí señor? ¿Quién es usted?

–Yo no soy nadie, pero usté es mi hijo. A veces uno se equivoca…

Una alharaca de pájaros que anidaban en las palmeras, sonó como una carcajada que cortó el momento. Las lágrimas, el barro, las latas…

–Tiene usted razón: se equivoca. Yo sólo tengo madre.

Gaspar se alejó en la contraluz del ocaso, con una algarabía de pájaros negros a su espalda.

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Sara Herrera Álvarez ya ha puesto a prueba su talento en el duro oficio de contar, pero jamás con el futbol. “Es algo que nunca se me hubiera ocurrido”, confiesta esta profesora de primaria de 49 años, quien es poeta y cuentista.Herrera ganó una mención honorífica en el concurso Cuenta como gol, convocado por la revista Áncora con motivo de la celebración de la Copa Mundial de Futbol.La autora dice que deseaba dar “una mirada a la parte humana” del futbol en El gallo . “Los seguidores de fubol le dan una connotación de ídolo a personas comunes y corrientes”, considera. Herrera también quiso contar más sobre la cultura que rodea al futbol. “Siempre me ha llamado la atención que es uno de los pocos momentos en que las personas están anclados en el ahora: no hay problemas, no hay sufrimiento. Parece como que todo lo demás desaparece”, explica.Para Herrera, este éxito en el concurso es una motivación para compilar algunos de los relatos que ha escrito a lo largo de los años. “Uno cuando escribe tiene la intención de que haya un destinatario al que le mueva alguna emoción lo que uno escribe”, expresa. La autora ha publicado Cuentos con valores (Publicaciones Iberia).