El cerebro y la violencia

Doble causa. La agresión tiene orígenes biológicos, pero crece por estímulos sociales

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Un joven es agredido por tres asaltantes, se produce una pelea y el muchacho –incitado por la necesidad de defenderse– responde violentamente a sus ofensores. En otro episodio, una mujer le dice a su compañero que lo mejor es separarse, ante lo cual, en un arrebato, el hombre –quien siempre fue una persona tranquila– se lanza sobre ella y mata a quien hasta ahora había sido todo para él. Por otro lado, un sujeto aparentemente inofensivo planea el asesinato de su mejor amiga, acto que incrementará el número de sus víctimas a la cifra de seis.

Lastimosamente comunes, esas escenas representan ejemplos de conductas muy agresivas. Las preguntas son simples: ¿qué lleva a manifestar conductas tan violentas?, ¿es un individuo intrínsecamente agresivo o ello depende de las circunstancias?

Una parte de las neurociencias se ha enfocado en tratar de responder esas preguntas. La agresión es una conducta natural de gran valor adaptativo ya que permite que los individuos se protejan a sí mismos y a los suyos de intrusos que representen amenazas. Esto se aplica a todas las especies animales, incluido el Homo sapiens .

El problema surge 1) cuando la agresión va más allá de la defensa ante una amenaza, 2) cuando se dirige de manera indiscriminada y recurrente hacia cualquier sujeto o grupo, 3) cuando la respuesta agresiva es desproporcionada, 4) cuando ni siquiera está asociada con un estímulo amenazante. En estos casos, el resultado es la violencia.

Nacemos con cierta predisposición a manifestar violencia, pero el desarrollo social nos enseña a controlarla. Entonces se adquieren las pautas que determinan cuándo debe manifestarse y cuándo debe inhibirse. Estos procesos están controlados por ciertas estructuras cerebrales.

Estudios del cerebro. El cerebro regula todas las conductas humanas, incluidas la agresión y la violencia. Estudios realizados en laboratorios con imágenes funcionales permiten observar cuáles partes del cerebro se activan o se inhiben en individuos agresivos. Las imágenes señalan las regiones que son importantes en el control de la agresión.

Así, por ejemplo, se han hecho investigaciones sobre asesinos impulsivos, que cometieron crímenes como consecuencias de respuestas emocionales, como el miedo o la ira.

Dichos estudios señalan la importancia de la corteza prefrontal en aquellos casos. Esto se ha corroborado mediante observaciones realizadas en personas que sufrieron lesiones cerebrales.

Tal fue el caso de Phineas Gage, un trabajador estadounidense que sufrió un accidente en el siglo XIX: una barra metálica le atravesó el cráneo destruyendo parte de su corteza prefrontal. Tras el accidente, este hombre, de naturaleza tranquila y sosegada, se volvió violento e irascible.

Analizado desde la perspectiva de la función, casos como el de Gage sugieren que la corteza prefrontal participa en la inhibición de las conductas agresivas, y que un mal funcionamiento de esa región parece relacionarse con un incremento en la agresión y la violencia.

Se sabe además que hay otras regiones importantes, como la amígdala del cerebro, que tiene una función primordial en el control de las emociones (miedo, ira, ansiedad, etcétera). Ellas se relacionan íntimamente con la manifestación de comportamientos agresivos.

Parte de lo que se sabe sobre el control cerebral de las conductas agresivas viene del estudio de animales, como ratas y ratones. Estos modelos son importantes pues permiten realizar experimentos que no se ejecutan con seres humanos.

Esos estudios detectaron la deficiencia de sustancias químicas, como ciertos neurotransmisores (moléculas que “saltan” entre las neuronas y permiten que estas se comuniquen).

Tales deficiencias de neurotransmisores en ciertas regiones, o bien el aumento de ellos en otras zonas, se relacionan con el surgimiento de conductas agresivas. Por tanto, la insuficiencia y el exceso de neurotransmisores podrían también estar vinculadas con las conductas violentas.

Los genes y el ambiente. El todo –la integridad– de una persona está condicionado por los genes y el ambiente. Esto también es cierto para el funcionamiento cerebral. Las variantes genéticas (diferencias en la secuencia de los genes que pueden afectar su función) desempeñan un papel muy importante en la aparición de los comportamientos. Por ejemplo, la presencia de algunas de esas variantes en los genes determina la cantidad de neurotransmisores que hay en las regiones cerebrales. Esas variantes pueden estar asociadas con la agresividad o con la impulsividad.

Hay un efecto mediador en el ambiente en el que los individuos se desarrollan y –quizás más relevante– en el que se desarrollan durante la infancia y la adolescencia. Niños criados en ambientes agresivos, expuestos a elevados niveles de estrés y violencia, tienden a convertirse en personas violentas.

Surge entonces esta incómoda pregunta: ¿nace o se hace la persona violenta que excede los límites de lo socialmente aceptable? Es complicado responder según el estado actual del conocimiento.

Desde el punto de vista genético, un individuo puede ser más o menos propenso a la violencia, pero esto no es determinante. La interacción entre los genes y el ambiente es lo que puede llevar a esa persona a convertirse en un agresor, un criminal o un asesino. Por supuesto, en algunos casos, esta generalización parece no ser aplicable y se requiere de una explicación más profunda. Quizás en un futuro cercano se logre formular dicha explicación.

El gran reto. La ciencia avanza hacia la comprensión de las bases biológicas de la agresión y la violencia. Este conocimiento podría ayudar en la compresión de los eventos fisiológicos que influyen en la manifestación de una conducta que puede llevar al asesinato, a la violación y, en general, a atentar contra el bienestar de los demás

Gracias a dicho conocimiento quizás puedan desarrollarse métodos terapéuticos en el tratamiento de personas muy agresivas. También podrían crearse estrategias preventivas de actos violentos. He aquí el gran reto que tienen los neurocientíficos y los científicos sociales.

Mientras tanto, es necesario utilizar la información disponible. Hoy es poco lo que podemos hacer para detectar la susceptibilidad genética de los individuos, o para identificar marcadores biológicos, como la baja actividad de la corteza prefrontal o la concentración variable de neurotransmisores en las personas.

Sin embargo, sí es posible modificar ambientes de riesgo –generadores de violencia– si se atacan algunas de sus causas, como la pobreza, el machismo, la desigualdad, la desintegración familiar y la falta de una educación integral de alto nivel. Los indicios sugieren que ello podría tener un impacto positivo enorme. Este es otro gran reto para la sociedad.

El autor es investigador del Instituto de Investigaciones en Salud y del Centro de Investigación en Neurociencias, entidades de la Universidad de Costa Rica.