El amor de 'Argos' es para Nadie

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No importa que uno haya escrito el Poema de mío Cid: el ser anónimo es una modestia que nadie reconoce, y eso que ser anónimo es una generosidad que ahorra otro nombre a las enciclopedias. Sin embargo, en su prólogo al Poema de mío Cid (Editorial Cátedra), el hispanista inglés Colin Smith afirma que el autor es Per Abad (para otros, un mero e imperceptible copista). Como fuere, sabemos tan poco de don Per Abad, que su nombre se parece mucho al anonimato. Imaginamos que, en defensa propia, don Per replicaría: “Más anónimos son los lectores, y nadie les dice nada”.

El mal autor firma libros que no tienen nombre. Quien se tropieza con la crítica, cae en el olvido. Miles de años de espera prueban que la fama solo es cuestión de tiempo.

Hay nombres que se pierden como llaves en la noche de los tiempos. Hay nombres que tienen vocación de medias en las lavadoras. Hay nombres que asociamos a las caras que nunca recordamos. Alguien publica libros como quien envía anónimos.

¿A dónde irán a parar los nombres que se caen al voltearse un calendario? ¿Para qué devolver el nombre de su autor a una canción que nadie escucha? Un pintor sin ventas es un anónimo que se esconde tras un nombre.

El colmo de un anónimo es ser uno de los muchos extras del fondo en una cinta prohibida de la serie B en una escena muda que cortaron de un rollo perdido en un cine provinciano que se incendió (y después dicen que todo consiste en ponerle ganas al asunto).

Los desconocidos sí que descubrieron el secreto de la fama. Ser anónimos nos ahorra mucho dinero pues basta con quedarnos en el barrio cuando queramos ir a donde nadie nos conozca. Alguna gente surge con hambre de gloria cuando la fama sale a almorzar.

El monumento al soldado desconocido es el mercado mayorista de los héroes, y es que, antes de morir por la patria, sería bueno avisar. Sobre las telas de los soldados-raso se pintan los retratos de los generales con medallas.

Hasta entre los dioses hay ignorados, y así nos lo cuenta el libro Hechos de los apóstoles (cap. XVII) cuando menciona el discurso de san Pablo en Atenas en alusión al “dios desconocido” de los griegos. Posiblemente, este “dios desconocido” haya resultado como aquel tío al que debemos guardarle los platos de comida en las cenas familiares a las que él se invita y a las que nunca llega.

Entre los griegos había algo así como dioses con vocación de anónimos: los semidioses; es decir, los dioses que no pasaron a la segunda vuelta de la fe.

Ulises es el patrono de los ignorados: “Mi nombre es Nadie” responde al Cíclope (Odisea, canto IX). Al volver a Ítaca, nadie (otra vez) lo reconoce pues el tiempo lo ha trajinado intensamente y viste facha de mendigo. Solo su perro, Argos, sabe quién es, rebelde al olvido: alegre, le menea la cola y muere. Como siempre, el amor salva del anonimato a Nadie.