Dos tiempos en la mesa de la época de don Juanito Mora

Un viaje al pasado. La pluma de Marjorie Ross nos descubre los dulces, guisos y antojos que saborearon en la época del prócer

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Nacimiento de don Juanito

Bienvenidos a la provincia de Costa Rica, colonia del Reino de España. El año 1814 ha comenzado con prisa y ya estamos a 8 de febrero.

En la ciudad de San José está caluroso el tiempo cuando entra a su casa, en la esquina diagonal noroeste de la plaza, uno de sus principales ciudadanos, exitoso comerciante y funcionario público, D. Camilo Mora y Alvarado, flanqueado por su suegro, don José Antonio Porras.

Lo acompañan también su gran amigo y socio D. José Rafael de Gallegos –futuro segundo jefe de Estado– y su esposa Teresa Rameau, quien trae en brazos al primogénito de D. Camilo, recién nacido este mismo día, a quien acaban de bautizar, con ellos como padrinos, con el nombre de Juan Rafael Joaquín. También son parte del grupo fray Policarpo Meléndez –quien ofició la ceremonia– y los abuelos paternos del infante, D. Dionisio Mora y D.ª Luz de Alvarado.

La madre del niño, D.ª Ana Benita Porras y Ulloa, los espera en la sala, en compañía de su madre D.ª Josefa Ulloa y de otros parientes, para hacer el acostumbrado brindis por la felicidad del recién llegado; en familia, como se acostumbra por consideración a la madre, quien se encuentra débil aún. Como las familias son numerosas y los protagonistas de este suceso son miembros de una de las más renombradas de la ciudad, la sala rebosa de caras risueñas y buenos deseos para el recién nacido.

La casa huele a un impreciso aroma a guisos con buena sazón, entre ellos, posiblemente sancocho de gallina, lengua de res en salsa y lechón asado, por ser martes y no día de vigilia.

El niño se ha bautizado el mismo día de su nacimiento para cumplir con lo dispuesto en el Sacrosanto Concilio de Trento y porque en esta colonia de España, en medio del trópico, los recién nacidos se ven amenazados por innumerables peligros. Es necesario asegurarse cuanto antes su salud plena, tanto la del cuerpo como la de su alma.

Bajo la dirección de D.ª Ana Benita y su madre, las mujeres que trabajan en la cocina han alistado un refresco abundante, en el que no falta el tibio, ese chocolate preparado al estilo de los indios, sin azúcar; ni el tiste, hecho con maíz tostado, molido con azúcar y canela; tampoco el rompope, ni las vasijas de limonada fría, ni el popular pan dulce criollo.

Además de los platos principales ya adivinados por su aroma, se han cuidado de tener tortillas calientitas recién echadas en el comal, en buen número, para acompañar unos frijoles rehogados que a cualquier hora caen bien. Los platones con mistelas, perfecto amor –ese licor de tenue color lila, de origen francés–, y licores más fuertes, circularán luego entre el movimiento de las visitas, compitiendo con las frutas en conserva y muestras de la variada dulcería.

El pequeño Juan Rafael, como todo bebé, ha llegado a este mundo con el gusto en comidas precableado. Como bien dirá Wenying Xu, rectora de la Universidad de Jacksonville, desde el período de gestación los alimentos actúan como el signo cultural clave para estructurar la identidad, personal y nacional, así como nuestro concepto sobre los otros.

En el vientre de su madre, a través de las onzas de líquido amniótico que ha ingerido diariamente, ya ha adquirido el nuevo cristiano la inclinación por la comida mestiza que, día a día, se consume en estos tiempos coloniales.

Ese panorama general se ha matizado por los antojos de doña Ana Benita. Quizás una pasión por las piñas más dulces, por los mangos celes o por los jocotes, por las anonas, los higos o cualquiera de las decenas de frutas que se venden en la plaza el día sábado.

Es que el líquido que rodea al bebé tiene el sabor de los alimentos y bebidas que consume la madre, como demostrará experimentalmente la biopsicóloga Julie Mennella, quien afirmará que los recuerdos de esos alimentos y sus aromas quedan impresos en nuestra mente y pueden durarnos toda la vida.

Este 8 de febrero ha probado el infante la leche por primera vez, ejecutando así su primer acto de socialización.

Su infancia y juventud, desde el punto de vista gastronómico, transcurrirán en un universo que sigue siendo, fundamentalmente, herencia clara del periodo colonial en el que le ha tocado venir al mundo y cuyos hábitos culinarios persistirán, con escasos cambios, hasta mediados del siglo XIX.

Cómo ha de haber disfrutado Juan Rafael, al igual que los otros jóvenes josefinos de su entorno, las ricas cocadas y yemitas, los rosquetes enlustrados, las múltiples empanadas dulces y saladas. Ha de haber saboreado también las decenas de platos elaborados con maíz, desde atoles hasta tamales y pozoles, sin olvidar las gallinas achiotadas, los chicharrones y los lomos rellenos.

El baile en el Palacio Nacional

Ahora, amigas y amigos, es la noche del 24 de mayo de 1857. Nos encontramos en uno de los edificios más bellos de San José. El Palacio Nacional, sede de los tres poderes de la Nación, luminoso en el tono azulado de su fachada, se ha vestido de triunfo: el Comandante en Jefe de nuestro ejército recibe a la crema y nata del país para conmemorar el éxito de la Guerra Patria.

En la sala principal –de techo artesonado con molduras doradas de filigrana–, las grandes ventanas tienen cortinas de damasco de seda carmesí. La mirada de todos se fija en los espejos de Venecia de las paredes, adornados hoy con festones de seda azul, blanco y rojo, los gloriosos colores de la bandera nacional. Todo está iluminado, no solo por las preciosas arañas de cristal, sino con centenares de linternas de colores.

Por doquier hay profusión de ramas y flores. Sobre los arcos se ven varias leyendas entre guirnaldas de mirto, que dicen: “Gloria a Costa Rica y a sus valientes”, “Honor y Patria”, “Concordia y progreso”.

Al fondo, el sillón dorado del Presidente, con cojines de terciopelo carmesí, de color igual al dosel que hay más arriba del respaldar, con el escudo de armas de Costa Rica, bordado en hilos de oro y plata, sobre terciopelo de color púrpura.

En una de las galerías adjuntas vemos a la banda militar, bajo la dirección del maestro Gutiérrez, que, a la entrada del presidente Mora, ha tocado la marcha a Santa Rosa, mientras los presentes guardan un silencio reverencial. Más tarde estrenarán el vals que lleva como nombre El Palacio .

La elegancia resalta por igual en damas y caballeros, que estrenan las últimas creaciones a la moda de Londres y París. El tema de la noche es la guerra y los actos heroicos de nuestro ejército. Nadie habla de otra cosa.

Precedida de encendidos discursos, sirven la cena, que ha sido alistada con esmero en diversos establecimientos de la ciudad.

Destacan platos icónicos de la cocina criolla: ensaladas de aguacate y de pollo frío, gallinas rellenas, patos con aceitunas, codornices estofadas, arroces con carne y con palmito; lenguas fingidas.

Despiertan también el apetito los entremeses, armados con productos de importación, entre los que sobresalen las carnes frías y los pescados en salmuera.

Se han encargado a los cocineros galos que deslumbran con su destreza en hoteles y restaurantes capitalinos. De allí vienen los helados de violeta y de toronja.

Qué esmero en la dulcería, hay de todo lo deseable: conservas de membrillo, de tamarindo y de durazno; peras, piñuelas y pitahayas primorosas, hechas de coco; flores y zapatillas de azúcar, que parecen de cristal.

Los vinos que acompañan las viandas, todo el San Julián, el Medoc, el Pajarete y el Madeira, han sido traídos de donde don Víctor Castellá.

No se recuerda que haya habido tanta alegría en un festejo nacional. A las cuatro de la mañana se retira el presidente Mora con su esposa y solo entonces van saliendo los demás. Nosotros nos vamos también, silenciosamente.

Fragmento del discurso de posesión de silla como miembro de número de Academia Morista Costarricense, el 12 de octubre de 2016.