Crítica de teatro: Una memoria clavada a La Cruz

No olvidar: Esta es la consigna del texto ganador del Concurso de Dramaturgia Inédita

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En el programa de mano, La Cruz se presenta a sí misma como una “obra ficticia basada en hechos de la vida real”. Asistimos a la reconstrucción del homicidio de siete mujeres –seis de ellas, niñas o adolescentes– y del proceso judicial que lo siguió. La masacre de la Cruz de Alajuelita (1986) es uno de los episodios más dramáticos de la historia criminal de Costa Rica. Luego de reiterados procesos judiciales, los autores de esta matanza nunca pudieron señalarse con absoluta seguridad.

La Cruz nos propone a cuatro personajes que no se conocen entre sí, pero que tienen relación con el caso: Isabel (una parienta de las víctimas), Luis (un ciudadano), Gabriela (una víctima) y Jorge (un investigador).

En sus testimonios apreciamos cuatro perspectivas diferentes sobre el mismo tema. Cada personaje aporta un punto de vista que fusiona datos verificables con hipótesis cercanas a la imaginación.

La suma de estos materiales construye una enorme interrogante que ni la realidad, ni la ficción se atreven a responder con carácter definitivo: ¿Qué fue exactamente lo que vieron y sintieron esas mujeres aquel seis de abril de 1986?

Fernando Rodríguez utiliza –como materia prima de su texto– la incertidumbre generada por la imposibilidad de responder esta pregunta. La dirección de José Pablo Umaña entiende esta visión y la materializa en varios frentes del espectáculo. La daga en forma de cruz que descansa sobre una pared bañada de luz roja se convierte en un signo que funciona de forma simultánea como símbolo de muerte o de redención.

Al crear esta ambigüedad alrededor de un elemento, La Cruz nos obliga a ensayar una respuesta propia. Esta operación nos involucra no solo con lo que estamos viendo, sino que también con nuestra experiencia personal con el hecho histórico recreado en la trama.

La incertidumbre que habita en los elementos de utilería se extiende al diseño escenográfico. Isabel y Luis aparecen en un espacio abstracto conformado por tarimas cuadradas de alturas diversas y un par de biombos angulares forrados en malla. Este lugar puede ser cualquier lugar y, por lo tanto, ninguno en particular. Además, ni Luis ni Isabel recuerdan cuándo o cómo se conocieron.

Todo lo anterior aleja a La Cruz de pretensiones realistas y busca acentuar la incomodidad del espectador al no saber exactamente qué es lo que está sucediendo. Dicha incomodidad es la misma que sufren los personajes al no poder dilucidar los pormenores del crimen. Así, la vivencia de la escena se transfiere a las butacas.

La Cruz incluye proyecciones de video para presentarnos a los personajes de Gabriela y Jorge. Sin embargo, este recurso no se integró de forma óptima a las demás estrategias plásticas y argumentales.

El uso de extensos planos secuencia con cámara fija y encuadres cerrados –con poco margen para accionar– volvió estáticos estos segmentos. Y aunque hubo momentos destacables en donde los «actores audiovisuales» interactuaron con los «intérpretes presenciales», estos fueron la excepción y no la norma. Esta falta de complementariedad entre lenguajes no facilitó la recepción de esta ceremonia escénica.

La Cruz aporta nuevas interrogantes a un acontecimiento traumático que no termina de diluirse en el pasado. La aproximación respetuosa del texto y la puesta elimina todo asomo de morbo u oportunismo. La dramaturgia de Fernando Rodríguez –al igual que la de sus colegas generacionales– sigue consolidándose con temas que nos resultan cercanos y con tratamientos que retan la atención del espectador.

En La Cruz , el Teatro se las ingenia para que, al salir de la sala, miremos hacia las montañas del sur de San José sin la cómoda posibilidad de olvidar.