Crítica de teatro: ‘El apocalipsis de mi vida’

En las sombras. El apocalipsis de mi vida hurga en las sombras de la naturaleza humana

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La Ely, Cochino –su esposo– y Pamela Grant son los vértices del triángulo amoroso más delirante que alguien pueda imaginarse. Conviven en una casa abarrotada de baratijas y muebles desvencijados. En ese mundo de estética kitsch y paredes fucsias, cada adorno permanece donde lo dejó el mal gusto. El caos imperante es una ampliación del desorden mental de los habitantes de este “hogar”.

La trama arranca con el abandono de Cochino. La Ely, despechada, vuelca su rencor contra los demás al abrazar la causa del terrorismo. Las bombas que detona en cines u hospitales son su cura para la soledad. No satisfecha con esto, recluta los servicios de Pamela, una enfermera que recién ha perdido a sus padres de manera trágica.

El espectáculo parodia, en tono de comedia, las estrategias narrativas del culebrón latinoamericano (melodrama televisivo). Las pasiones exacerbadas guían la conducta de los personajes y la música de “plancha” (canciones románticas en torno al desamor) va hilvanando la sonoridad de este universo.

El resultado es un trío protagónico cuyas acciones son extremas y hasta criminales.

Como eje principal de la trama, la relación de La Ely y Pamela es una suma de contradicciones. La primera odia la maternidad y la segunda a los niños, pero ambas acuerdan simular un vínculo de madre e hija infantilizada.

Al mismo tiempo, la cercanía de cuerpos y afectos las mantiene en una constante tensión sexual, casi al borde de un incesto simbólico.

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La compleja dinámica de este panorama amoroso y amoral genera sensaciones de incomodidad en el público. La transgresión de los límites impuestos por la cultura y la ley (el nombre Ely es un anagrama de la palabra ley) se reflejó en las caras de malestar provenientes de las butacas. Así, el montaje logra su objetivo de sacudir la experiencia de un espectador obligado a ver lo que no quiere, ni debería.

Cuando la violencia comienza a sustituir los apetitos apenas reprimidos de las mujeres, Cochino regresa a casa bajo la apariencia de un acartonado ángel de la guarda. Este recurso funciona a modo de deus ex machina (personaje celestial que desciende a resolver situaciones complicadas) para evitar la inminente consumación de uno de los mayores tabúes de las sociedades civilizadas: el trato carnal entre padres e hijos.

En esta variante posmoderna del Edipo Rey de Sófocles, no son los protagonistas quienes desean sacarse los ojos para purgar sus “faltas”, sino los espectadores, pues la llegada del ángel provoca la exposición de secretos familiares monstruosos. Y es entonces cuando el apocalipsis –en su doble significado de revelación y fin del mundo– arremete con toda su fuerza destructiva para recordarnos a Sartre y su inolvidable “el infierno son los otros”. La Ely, Cochino y Pamela agregarían que el apocalipsis también.

Asistimos a una obra cuya mayor virtud fue la coherencia alcanzada en sus resoluciones formales y actorales de cara a los temas expuestos.

El grupo Ubuntu le apostó al humor como ingrediente para endulzar el sinsabor generado por el retrato de los ámbitos más oscuros de nuestra psique. En síntesis, un hueso escénico duro de roer, pero sabroso al fin.