Cervantes, el inventor de la risa

Un especialista en el Quijote hace un extracto y adaptación de uno de sus ensayos en el libro El coraje de leer. Cuatro ensayos quijotescos (EUNED, 2015)

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Voy a proponer que la risa es un invento de Miguel de Cervantes Saavedra, y también de don Quijote. Nadie había reído sobre la faz de la tierra hasta hace unos cuatrocientos años, cuando apareció el Quijote . Entonces, poco a poco, la gente aprendió a reír. La risa fue ganando terreno desde España y se esparció sobre todo el planeta, como un bálsamo estupendo de incalculables poderes curativos. Acaso a esta maravilla hacía referencia el caballero (de la Triste Figura), llamándolo “el bálsamo de Fierabrás”.

La ironía, así planteadas las cosas, salta a la vista. El inventor de la risa es apodado, por obra y gracia de su amigo Sancho, el Caballero de la Triste Figura. Pero esto solo refuerza el hecho de que la risa que don Quijote ha creado es un invento original, al punto de que puede llegar a combinarse con la tristeza. No es necesario estar alegre para reír como don Quijote nos ha enseñado a hacerlo: de hecho, muchas veces reímos en este libro estando muy cerca de las lágrimas, como quien admite que ante una tragedia inconmensurable no queda otro camino que la carcajada.

Algunos habrán reído antes del Quijote : eso lo puedo admitir, pero a Cervantes cabe el mérito de haber traído al mundo una forma por completo distinta de hacerlo. Don Quijote protagoniza una serie de fracasos cómicos. Hacen gracia su empeño inicial, su fundamento irracional en las ficciones, sus discursos altisonantes, su torpeza y sus previsibles descalabros. También la credulidad de Sancho, y la sorpresa y el desconcierto de quienes lo ven pasar o se ven agredidos por él. Al principio no es difícil dejarse llevar: son solo pequeñas cosas, nadie sale herido de verdadera gravedad, y el caballero consigue levantarse y continuar ofreciéndonos diversión.

Pero llega el momento en que efectuamos una sumatoria, y entendemos que esos episodios cotidianos, contados como graciosos, constituyen una tragedia enorme, y es a la derrota vital del caballero a la que estamos asistiendo, con carcajadas que deberían de avergonzarnos. Sin embargo, no lo hacen.

Ningún lector he conocido que se sienta culpable por reírse del Quijote; ninguno que haya dejado de hacerlo al darse cuenta de que Sancho tiene razón, el caballero es triste, y nos estamos riendo de los motivos de su tristeza. ¿Por qué? Me atrevo a decir que, en cierto momento del libro, todos nos percatamos de que, al reír de don Quijote y Sancho les estamos cobrando cariño. Hemos reído de ellos, es verdad, pero lo hemos hecho afectuosamente. Cada vez que lo hacemos, los queremos más. Y los queremos justamente porque, por medio de esa risa tan teñida a veces de tristeza, ellos nos han enseñado que, en el fracaso, el humor nos reconcilia y nos aleja de amarguras.

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Risa afectiva

Cervantes ha inventado la risa afectiva: aquella que es un acto de amor hacia el objeto que la provoca. La risa que celebra una derrota, y que nace confundida con el abatimiento: al fin y al cabo, la risa que más vale la pena, pues es la más difícil de encontrar. Hubo que esperar hasta el Quijote para hallarla.

La vida del soldado Miguel de Cervantes, por lo demás, no estuvo exenta de episodios que hubieran provocado risa, de no ser por el hecho de que eran trágicos. Sus biógrafos nos recuerdan, por ejemplo, que regresaba a España, luego de años de servicio leal en el ejército de Su Majestad, y llevando consigo, como única recompensa, una carta de recomendación del propio Don Juan de Austria. En esa carta están cifradas sus esperanzas de obtener algún merecido reconocimiento. Pero entonces los turcos capturan el barco en que viaja, y la carta se convierte en soga para su propio pescuezo: el enemigo la encuentra y piensa, erróneamente, que quien tenga consigo un documento así ha de ser un personaje importante, de una familia adinerada. Se pide un rescate alto, muy por encima de las posibilidades de los suyos. Don Miguel tuvo que seguir en la prisión hasta lograr escapar por sus propios medios. Nos puede hacer gracia el tremendo traspié, y yo creo que Cervantes llegó a reírse de esta clase de episodios de su novelesca vida. Por algo dice Borges que escribió el Quijote “en mansa burla de sí mismo”.

Pero llegar a reír ante la tragedia personal requirió, para Cervantes, de una sabiduría desarrollada a través de los años, y cuyo rastro podemos seguir en el texto del Quijote . En primer lugar, fue necesario construir un ideal poético muy peculiar, porque este se afirma al mismo tiempo que se niega, o, si se quiere, se sostiene al mismo tiempo que se derrumba.

Esto suena, ya lo sé, bastante confuso. Me explicaré recurriendo a los encantadores. Por lo demás, así lo hace el propio don Quijote. Los éxitos en las diversas batallas que emprende no son la norma: fracasa en la mitad de ellas. Don Quijote hubiera debido deducir que no él era un caballero andante de los más capaces. Lo derrotaban demasiadas veces, si se compara con Amadís de Gaula. Mas tiene un recurso que explica por qué le ocurren tantos percances, y este es, como todos recordamos, el de los encantadores. Son esos tramposos y envidiosos seres que, una vez sí y otra también, interponen sus malos oficios para escamotearle a don Quijote el éxito que su brazo sabría obtener en circunstancias ordinarias. Eso lo explica todo: el caballero se levanta y sigue andando, tranquilo con esta justificación de cada traspié.

El lector se ríe, o se sonríe ante la solución del caballero. Luego (y tantas veces pasa en este libro lo mismo: uno se sonríe ante lo que le parece una insensatez, solo para descubrir más tarde que también uno la comete), salta a la vista el hecho de que los encantadores son un recurso al que debemos acudir todos, si tras los fracasos queremos seguir caminando. No hay otra manera de ir por la vida, al menos no para los que no nos echamos a morir con los contratiempos. “Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado”, propuso Quevedo, aunque la sentencia debió escribirla Cervantes.

Quienes queremos seguir encantados por el mundo, quienes nos rehusamos a tirar la toalla ante las circunstancias adversas, hemos de recurrir a los encantadores. Don Quijote ejemplifica mejor que nadie este recurso para mantener el encanto del mundo: considerarlo un lugar donde lo malo no proviene de uno mismo, de su incapacidad o estupidez o torpeza, sino que tiene otras fuentes, perfectamente ajenas. Quien no lo haga, quien no sepa ver encantadores, habrá de tomar el camino del desengaño y la decepción cada vez que fracase. Sólo le queda frustrarse.

El mundo se construye, entonces, por medio de una imaginación que nos permite conservar el encanto. Y puede, con este método, concebirse tan bello como lo son los libros, donde los héroes no tienen fallas ni debilidades ni mucho menos malas intenciones, solo que a menudo son las víctimas de malignos encantadores.

La esperanza que nos sostiene

Cervantes construye un universo, en la cabeza de don Quijote, donde el ideal poético coincide, punto por punto, con lo que el caballero supone “real”. Pero de nuevo hemos de tener cuidado si vamos a mirar a don Quijote con aires de superioridad, pues de hecho “sub-poner”, es decir, poner debajo, debajo de la percepción y de la imaginación, es decir, debajo de lo que está en nuestra cabeza, un mundo “real”, es lo que hacemos todos.

Nuestra esperanza de tener algún conocimiento del mundo estriba en la posibilidad de que haya alguna coincidencia entre esa “sub-posición” que pensamos y lo que sea el mundo real, con el cual no tenemos ningún contacto directo.

Cervantes, quien como Rembrandt y Velázquez conoce el desconcierto barroco ante el universo en penumbras; Cervantes, que ha visto desaparecer la confianza renacentista en el saber humano luminoso, nos hace ver que la esperanza que tenemos de que nuestros ideales coincidan con el mundo real puede ser muy risible, como en el caso de don Quijote, pero es esa esperanza lo único que nos sostiene.

Está claro en la historia de don Quijote que el ideal poético, al enfrentarse con el mundo, se derrumba; está claro que hay mucha distancia entre lo que el caballero cree y lo que ocurre a su alrededor. Pero en la medida en que su fe en ese ideal poético se mantiene, el caballero mismo no se derrumba. En otras palabras, el ideal poético no se sostiene, pero sí nos sostiene, al menos provisionalmente. Y es importante recalcar que no nos sostiene de una manera evasiva, como si viviéramos en un mundo de ensueño en el que es posible negarse a todo lo que no nos complazca: nos sostiene, o al menos debería sostenernos –si seguimos el ejemplo quijotesco—en perpetuo enfrentamiento ético con el mundo.

Luchar y reír

Don Quijote nos enseña así que la fuerza de nuestro brazo debe procurar la imposición de nuestro ideal poético. Es muy probable que la realidad no coincida con el ideal poético: razón de más para seguir luchando. Es muy probable que llevemos las de perder: razón de más para seguir riéndonos de nuestro afán. El hecho de que el ideal poético no se imponga con facilidad ha de provocar tanto la renovación de nuestro esfuerzo como nuestra risa, esa risa afectiva con nosotros mismos que don Quijote ha inventado. Vamos a reírnos de nosotros, al mismo tiempo que de un modo afectuoso nos reconciliamos con nuestros esfuerzos casi seguramente fallidos.

Como las cosas humanas no sean eternas, llega el momento en que el mundo cruel se “sobre-pone” a la “sub-posición” poética. La última y más difícil de las lecciones quijotescas es tan simple como eso: que el paso del tiempo es inevitable, y los artificios que el ser humano crea, llámense ideal poético o risa afectiva, no lo resisten.

Así la muerte se “im-pone” sobre todo y sobre todos, con la fuerza de una realidad sin comillas a la que no pueden sobrevivir nuestras convenciones, nuestras decisiones, ni nuestra poesía. La desilusión final del caballero, su aceptación del engaño o más bien del autoengaño a que se sometió, su decisión de admitir que ha sido un tonto por creer en los libros, constituye el capítulo último del Quijote.

A algunos, como a don Miguel de Unamuno, este capítulo LXXIV de la Segunda Parte les pareció prescindible o decididamente injusto, una crueldad de Cervantes, que bien pudo dejar vivo al caballero o, al menos, hacerlo morir en batalla, con su locura magnífica protegiéndolo de desilusiones.

Yo tengo para mí que este desenlace del Quijote es la demostración postrera de que el arte y el pensamiento cervantinos habían llegado a la madurez. Veo la necesidad estética y filosófica de que don Quijote muera, y de que muera desengañado de su ideal poético, y de que al final nadie se ría ya. Pues si estábamos riendo desde el principio, con una mezcla de tristeza y afecto, si desde el principio sabíamos que el ideal poético nos puede sostener un rato, pero no puede sostenerse siempre, porque no coincide con el mundo verdadero sino con el mundo de nuestro deseo, el final tenía que ser este. Otra cosa hubiera sido una concesión al miedo de aceptar lo que supimos que sucedería cuando conocimos la locura que aquejaba al caballero y lo comenzamos a acompañar en sus luchas; otra cosa hubiera sido una acción evasiva y complaciente, indigna de Miguel de Cervantes.

Está bien que muera vencido don Quijote, aunque no nos guste: es su último acto de valentía. Hemos de reconocer que la ecuanimidad del personaje es entonces ejemplar; ese Alonso Quijano el Bueno demuestra estar a la altura del caballero don Quijote, en la medida en que se lamenta por el error de su credulidad libresca, pero no por la humana condición que lo lleva a la muerte.

La vida ha sido una ilusión, comprende el buen Alonso; pues bien, que así sea. La aceptación es tanto del desengaño final como de la anterior ilusión vivida: ambas han sido necesarias para que esta vida sea como es. Cuatrocientos años después, aunque es verdad de Perogrullo decirlo, sigue siendo así.

Escritor y filólogo, ganador del Premio Aquileo J. Echeverría 2015 por su novela El fuego cuando te quema.