Arabella Salaverry presenta su nuevo poemario ‘Violenta piel’

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En su último poemario, Violenta piel, Arabella Salaverry abre el texto con un epígrafe de Cocteau: “Yo sé que la poesía es indispensable, pero no sé para qué”.

¿Por qué ha decidido esta poeta dejar en nuestra mente y en nuestra retina semejante declaración antes de que emprendamos el viaje por su poemario? ¿Nos hace la autora un guiño para que nos adentremos en el para qué de su poesía?

Arabella Salaverry sabe que la poesía habita en su interior, anegando su vida a través de una herida irrenunciable. En el poema titulado “Sin rencores” habla de la poesía como un hado. Ella dice:

“Este destino / de ir por la vida / a corazón expuesto / no se lo deseo / ni a mi mejor enemigo”.

Para Arabella, la poesía es una especie de Karma que hiere y cura al mismo tiempo o, como nos dice en su último poema: “No sé si me derramo en dolor o me derramo en gozo”.

Así, para la autora, el don de la poesía es un regalo con veneno, un “castigo enamorado”, algo que surge de las grietas de la interioridad y rebrota hacia fuera, bañando el mundo que –también herido– nos circunda.

Sin embargo, eso es, en realidad, un segundo movimiento. En primera instancia, su grieta poética se ha nutrido de un mundo doliente, en carne viva.

A veces, como ella misma expresa, sus palabras “saltan desde nóminas atrapadas por telarañas antiguas”.

En sus poemas cabe el dolor de mujeres bíblicas, como Sara, Rebeca, Jesabel, o como la mujer de Lot, que –al igual que ocurre en aquel otro magnífico poema de Carlos Martínez Rivas– reta los designios divinos al volver su mirada hacia un amor que se ha quedado atrás, entre las llamas.

Arabella se apropia del dolor ajeno en su poesía, rebusca las lágrimas en calles y basurales, como si cada hallazgo de lágrima le permitiera arrancarla de los ojos sufrientes de las otras mujeres.

En sus poemas vive el llanto de una mujer del Líbano, o el de una mujer de Irak junto a su niño y la golosa bayoneta de la muerte.

En el poemario aparecen mujeres silenciadas en Bagdad, mujeres que viven su cotidianidad rodeadas de la sangre de los suyos en Gaza, las viudas recluidas de Vrindavan, las niñas conducidas a la truculenta ceremonia de la ablación, las mujeres de Ciudad Juárez, las mendigas, las prostitutas, las desheredadas, las excluidas.

Arabella Salaverry también dedica un capítulo de su poemario a sus muertos más próximos. Igualmente habla de la muerte propia, que le susurra al oído y que desata sus preguntas, tan inmediatas y a la vez tan antiguas.

Para Arabella, sí, hay palabras atrapadas por la pesadumbre, pero ella sabe también que la palabra es liberadora: hay “palabras presentidas, redentoras palabras” –así las llama–. A ellas también se aboca, por ellas también espera y deja atenta, receptiva, su caja de resonancia.

De ese modo, la palabra de Arabella tiene para ella algo de fardo, pero también mucho de liberación. La poesía es un exorcismo personal, pero también es una responsabilidad íntegramente asumida, una demanda de su propio fuero, un modo de darle voz y visibilidad a mujeres que padecen el yugo de la marginalidad, la exclusión, el silenciamiento y la violencia.

Violenta piel es un acto de empatía, un sentir con otros –o con otras– que se fragua en la propia piel. Nada es más necesario, nada es más personal:

“Así me vivo / muriendo desde la vida / cotidianas muertes / y en ajena presencia de la mía”.

Arabella sabe que “la pluma es más fuerte que la espada”, como afirmó Bulwer Lytton. Con su pluma, con su palabra, ella nos pone ante los ojos realidades con las que no se conforma, por más lejos que estén.

Nos obliga a mirar y a hacernos cargo de lo que vemos. Nos advierte que no es legítimo olvidar. Nos convierte en testigos, una y otra vez, como lo es ella, y dice:

“Nunca es suficiente, / siempre correré tras el viento”.

Siempre: quizás para que el peso de la costumbre con que a menudo recibimos la información a través de la televisión y de los diarios, no nos adormezca, no trivialice el dolor y no nos haga perder nuestra más profunda humanidad.

La poesía de Arabella es indispensable, y ahora sabemos para qué.