Amados por el olvido

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

En un vasto momento de sus muchos libros, don Alfonso Reyes nos cuenta un singular encargo del filósofo francés Henri Bergson, cuya última voluntad consistió en que quemasen todos sus manuscritos inéditos tras su muerte, excepto un informe diplomático que ya a nadie importa –la verdad sea dicha, sobre todo a Bergson–. Los amigos del filósofo cumplieron su deseo.

Es fama que Franz Kafka formuló igual ruego a su amigo Max Brod, mas este procedió con deslealtad y buen gusto, y hoy podemos leer novelas y cuentos que Kafka había destinado a la crítica del fuego.

Pedir que, tras habernos muerto, otros quemen nuestros escritos, es una forma confianzuda de suicidio póstumo. Uno se pregunta por qué el interesado no se interesó en incinerar sus papeles si eran tan innecesarios para el mundo.

Una cosa es alegrar con un testamento a la familia al dotarla de una hacienda y una piscina con océano; otra cosa es asestarle un pulverulento cajón con papeles ilegibles en ambos sentidos. Debemos respetar mejor la pérdida del tiempo ajeno.

Sin embargo, aquella voluntad incineratriz y póstuma no siempre es mala idea cuando la dictan ciertos escritores que no mueren antes de tiempo, sino después de tiempo. Aquellos escritores son supernumerarios de las letras y vecinos incómodos de la ciudad letrada. Son tan simples que no hablan solos para no aburrirse. Tras dedicarse a la literatura, podrían enjuiciar a su orientador vocacional. A esos escritores se les recomendaría que, ante el frío de la crítica, se cubran con el manto del olvido. Seríamos sus albaceas voluntarios; cumpliríamos; no nos haríamos humo, sino se lo haríamos a sus papeles.

Ese singular papel de destruir papeles no siempre lo han ejecutado los amigos del muerto escribidor y del buen criterio, sino otro ser, más imparcial y, por tanto, más injusto: la devastación del tiempo.

El tiempo ha eliminado muchos libros malos, de modo que es un personaje que, aunque no sabe escribir, sí sabe leer.

Al menos en Europa, tras el fin del mundo grecolatino (siglo V), perdimos libros que solo conocemos por referencias aparecidas en otras obras. En su envidiable libro El giro (cap. IV), el helenista Stephen Greenblatt rememora algunas penas: Dídimo (= Mellizo) de Alejandría escribió 3.500 libros, y todos se han perdido; de los 300 libros de Epicuro, quedan pocos, cual plumas de un ángel. La correspondencia cursada entre Cicerón y Augusto se publicó en vida de este y cumplió el papel de la indiscreción en tiempos en los que no había periódicos: ya no existe (Gaston Boissier: Boissier: Cicerón y sus amigos , cap. VI).

¿Para qué escribir si nos acecha la traición de la eternidad? Aunque no “quedemos”, aunque nos ame el olvido, lo que importa es hacer todo lo mejor que podamos en la vida y en el arte. Mucho antes que nos olvide el éxito, olvidémonos de él: al menos, le robaremos la iniciativa.