Alfredo Catania, un maestro incansable del teatro

El director y actor teatral argentino, que formó a varias generaciones de artistas costarricenses, falleció este jueves a los 80 años, tras una batalla contra el cáncer. Su labor constante contribuyó con la profesionalización del teatro local.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Un artista del teatro trabaja toda la vida para que el público recuerde al menos algunos de sus actos. Cuando Alfredo Catania debutó en los escenarios ticos , junto a su esposa, Gladys, y su hermano Carlos, quizás no imaginaba que sus apariciones sobre el escenario serían inolvidables para una generación completa.

El actor, director y dramaturgo argentino Alfredo Pato Catania, amigo y maestro del teatro costarricense, falleció este jueves a los 80 años , tras una prolongada lucha contra el cáncer. Lo sobreviven su esposa Mercedes González, y sus hijos Alfredo y Andrea.

“Fue un pilar del teatro. Entre su trabajo más importante estuvo el teatro independiente que hizo ir a los pueblos (con el Teatro La Carpa y otros proyectos). Fue, realmente, un maestro para todos los que trabajamos en teatro”, comentó su sobrina, la actriz Claudia Catania.

Quienes trabajaron con Alfredo Catania lo describen así: estricto como maestro, firme como director y generoso como intérprete.

Del comienzo. Alfredo Vicente Catania Rodríguez nació en Santa Fe, Argentina, el 26 de enero de 1934. Se formó en la escuela de teatro local. Trabajó como promotor cultural y director teatral por varios años y, en 1957, fundó el grupo Teatro de los 21, que, durante 10 años, ofreció presentaciones en varios países de América.

En 1961, los Catania hicieron su primera visita a Centroamérica, en una gira de siete meses. Cuando arribaron por segunda vez, en 1967, fue para quedarse. Ese año, estrenaron en el país Historias para ser contadas , de Osvaldo Dragún; en escena, aparecían uniformados de negro en cuatro relatos que reflexionaban sobre la pérdida de la libertad.

“Cuando los vi en el Teatro Nacional, yo, una joven aficionada al teatro, quedé alucinada con su obra”, recordó la actriz y dramaturga Eugenia Chaverri al hablar acerca del trabajo de Pato hace unas semanas.

Los argentinos venían cargados de la tradición sudamericana, tendiente al teatro comprometido políticamente y con escasa utilería. Sobre la escena, interpretaban varios personajes a la vez: hablaban de problemas comunes a la gente, con un planteamiento estético distinto del teatro realista conocido en el país.

En 1968, Guido Sáenz estaba en la Dirección General de Artes y Letras. “Les pregunté a los Catania que cuáles eran sus planes en el futuro inmediato. ‘Son tan buenos ustedes que nos harían un buen servicio a Costa Rica como profesionales del teatro’, les dije, y les conseguí un contrato”, recuerda el exministro de Cultura.

Agrega: “Cuando vinieron los Catania, nosotros sentimos admiración inmediata. Recuerdo mi asombro por los tres. ¿Quién era esta gente? ¡Qué talento! ¡Qué fluidez!”.

La propuesta de los Catania se diferenciaba de lo que, hasta entonces, se había desarrollado en las artes escénicas ticas. El Teatro Universitario, fundado por Lucio Ranucci en los años 50, y el Teatro Arlequín –al que perteneció Sáenz, junto a Daniel Gallegos, Kitico Moreno, Ana Poltronieri y otros pioneros– habían dado vigor a una primera época del teatro local; con los Catania se daría un gran paso hacia la profesionalización del oficio teatral.

A este panorama, contribuirían teatreros chilenos y uruguayos que llegaron a principios de los años 70 huyendo de las dictaduras del sur.

Así, desde 1968, los Catania se convirtieron en formadores. Don Alfredo sería director fundador de la Escuela Oficial de Teatro de Costa Rica (hasta 1969), profesor de la Escuela de Artes Dramáticas de la Universidad de Costa Rica (1969-1971), director del Teatro Universitario (1971-1972) y director artístico de la Compañía Nacional de Teatro (1974-1978).

Fue a finales de 1968 cuando salió en los periódicos el anuncio de la apertura de la escuela de teatro. Eugenia Chaverri respondió al llamado y, como otros actores, los seguiría por diferentes locales hasta graduarse entre las primeras profesionales de la Universidad de Costa Rica en la carrera de teatro.

“El teatro puede ser muchas cosas, pero yo creo que es arte cuando la necesidad de hacerlo proviene de nuestro interior, cuando lo que estamos diciendo es una necesidad que parte de uno. Ellos nos inculcaron ese respeto al teatro”, explica Chaverri.

Al taller de don Alfredo no se podía llegar tarde, imperaba el respeto entre los compañeros y, según Chaverri, la solidaridad era el estandarte. “No existía posibilidad de robar escena ni de hacerse diva. Si le tocaba a uno o no el papel principal, era más importante el trabajo en conjunto y lo que, con eso, aportábamos a la gente”, agrega.

Verbo rodante. En 1978, con una carpa rojiamarilla creada con ayuda de los hermanos Miller (los del circo), y junto a la actriz Mercedes González, se creó el Teatro La Carpa. En ese espacio se presentaron espectáculos de gran calibre, incluyendo estrenos nacionales y montajes dirigidos por el célebre británico Peter Brook en su paso por Costa Rica.

“Pato era un hombre de una energía muy contagiosa”, recuerda el uruguayo Pepe Vásquez. “El teatro era una carpa lindísima a la que llegaba mucho público”, describe.

Por seis años, rodaron por comunidades del centro del país con la carpa que albergaba a 700 espectadores. Se requerían tres camiones para mover la estructura de comunidad en comunidad, aunque al inicio estuvo fija en el parque Morazán. “Entonces, se dio el milagro. Pedíamos ayuda al MOPT y nos daban los camiones; a las municipalidades, y firmaban los permisos; a Fuerza y Luz, y conectaban los primarios; a la comunidad, ¡y abarrotaban el teatro!”, recordó Catania en la Revista Dominical .

De los años 70 y 80, se recuerdan montajes en distintos escenarios y con diferentes compañías como Las fisgonas de Paso Ancho (1973), Juana y Pedro (1974), La familia Mora (1974), El farsante más grande del mundo (1975), Puerto Limón (1975), Esperando a Godot (1979) y La fiaca (1981).

A mediados de los años 80, al quedarse sin subvención del Ministerio de Cultura, bajó la carpa, pero Catania continuó trabajando en otros locales en San José.

“Él era un artista muy serio, muy profesional. Influyó mucho artística, mente en mí y en muchísima gente de mi generación. Con su labor constante, ayudó en la definición de muchos talentos costarricenses”, dice el actor y director Luis Fernando Gómez.

En aquella época, Pato incursionó en la actuación cinematográfica ( La Segua , Eulalia ), y luego trabajó como director y productor de televisión ( El tío Antonio , transmitida por Sinart).

Viajero. En 1987, llegó uno de los grandes éxitos de la carrera de Catania: estrenó la obra de Samuel Rovinski sobre monseñor Óscar Romero, El martirio del pastor , con la que viajaría a Nueva York, México y otros escenarios internacionales.

Luis Fernando Gómez protagonizó aquella puesta en escena como monseñor Romero y este año la dirigió en el Teatro de la Aduana. En el nuevo montaje, su papel lo tomó Andrés Montero, quien también trabajó con Catania a principios de los años 90, en obras como Roberto Zucco y Matrimonio a doce rounds .

“Una sensibilidad exquisita, una imaginación desbordante, con gran delicadeza y elegancia en el manejo de los actores… Todos los mejores valores profesionales del teatro los tenía Pato: disciplina, rigor, estudio, capacidad de trabajo y sacrificio”, comentó Montero.

Alfredo siguió trabajando al inicio de la década de los 2000 ( Olimpia y un remontaje de Puerto Limón ). Presentó, con su hija Andrea, su exitosa adaptación de Herman Melville Bartleby, el escribiente en el 2007, de tal resonancia que la repitieron hasta el 2009. A principios de la década del 2010, su salud comenzó a declinar. No volvió a escena.

“Como actriz, yo no sería lo que soy hoy si la vida no me lo hubiera puesto enfrente”, asegura Eugenia Chaverri. “Era un hombre de gran energía y muy estricto con la disciplina del actor. Fue el maestro de muchas generaciones”, dice el director de la Compañía Nacional de Teatro, Melvin Méndez.

Más de 90 obras producidas, 12 premios nacionales y varias generaciones formadas bajo la égida de Pato: ahora, al caer el telón, el público apludirá, en los años venideros, el esfuerzo y la pasión de Alfredo.