A una madre que se odia

La más reciente novela del consagrado escritor costarricense

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De entrada, es inevitable, difícilmente imposible no encontrar referentes en Larga noche hacia mi madre (2013), de Carlos Cortés –empezando por la estructura anafórica del título–, con Largo viaje hacia la noche (Long Day's Journey Into Night), de Eugene O'Neill.

Ambas obras comparten una situación argumentativa básica –la enfermedad de la madre, la decadencia de los miembros del núcleo y de paso de quienes están a su cargo–, el realismo psicológico y los rasgos de autoficción de un personaje narrador víctima de las circunstancias –aquí no con un padre dominante porque desde antes de su nacimiento ha sido asesinado de seis balazos–.

En la novela priva un marcado tono de abatimiento profundo de su narrador protagonista en lapsos que van desde la madurez de una posición consolidada hasta la perplejidad de la más vulnerable de las etapas, la infancia.

Pese entonces a la diferencia del modo –una narrativa, la otra representativa–, el clima viene a coincidir en un intimismo confesional desencantado de las relaciones familiares que se da violentamente de bruces contra la tendencia literaria de la visión mitificada, casi hagiográfica, de los progenitores volcados en los hijos, de un sacrificio no reconocido y menos retribuido (Papá Goriot, de Balzac; La madre, de Gorki): incluso en estos casos, como destaca la contraportada de la espléndida edición de Alfaguara, no es extraño que el amor se confunda con el odio.

La literatura del siglo XX, tan dada a las rupturas, especialmente formalistas, pero también de inversión de valores, abundaba en problematizaciones de este tipo –con La metamorfosis como una de sus obras maestras–, pero, en un país tan puritano y doblemoralista como Costa Rica, el cuestionamiento de los pilares familiares ha sido un tema tan controvertido que prácticamente puede darse por descontado, salvo el antecedente de Yolanda Oreamuno y alguna que otra obra más –tal vez Ceremonia de casta, de Samuel Rovinski–.

El resultado es una novela síntoma de la descomposición de la unidad orgánica base de la sociedad. De ahí que el texto de Cortés resulta, a diferencia de lo que se ha escrito aquí –incluyendo su anterior e imprescindible Cruz de olvido (1999) sobre la base del crimen múltiple de Alajuelita en los años 80–, de una violencia de intensidad aún mayor: la que surge en un ambiente de indefensión.

Esa violencia está ligada con el reconocimiento explícito y racionalizado del odio de un hijo hacia su madre en una retrospectiva donde se cuestiona el adagio de que el tiempo, lejos de curar el dolor, lo intensifica.

Sin proponérselo, la madre suscita el odio manifestado repetidas veces sin que llegue alguna vez a alcanzar –ese recurso tan indulgente– el perdón, que ni siquiera se justifica por la locura. El odio es el mecanismo para afrontar el escarnio infantil de lo inmanejable en la misma sociedad actual donde se subraya con la misma facilidad y ligereza con que se pregona el amor.

De paso, el odio se extiende a casi todos los miembros, desde los más próximos hasta los más lejanos, hasta los más impensados. Estos se suceden como un amargo desfile –en el transcurso de ese viaje incómodo titulado "larga noche"– que da la impresión de ser inacabable, fantasmático. Incluso aunque haya miembros –directos o políticos– redimibles, los lazos son insalvables, probablemente por impuestos.

De los desvaríos de la madre y del recuerdo inconsolable de un padre –por cuanto su presencia no habría garantizado una matización de lo traumático (y cuyo recuerdo termina, como la fotografía, diluyendo el nombre)–, el vacío que queda es la orfandad, que ante todo es un estado emocional.

En Cruz de olvido, el clima nauseabundo se centraba en la dimensión política de un país autoproclamado pacífico. Aquí se hace sobre un tema no menos siniestro, el familiar –como lo unheimlich según Freud–, en el que lo íntimo se vuelve extraño por el proceso de represión hasta elaborarse como odio.

La historia de esta novela amplía tal dimensión al ambiente hospitalario, psiquiátrico, para convertir el excremento en materia poética desde un proceso de depuración artística, literaria. Es una noche que supone un viaje al fondo de los sentimientos para pudrirse en ellos, para que las palabras –incluso las atribuidas a la madre, las imaginadas– desplacen al vacío desolado.