Crítica de teatro: 'Manifiesto para mientras llega el barco'

Manifiesto para mientras llega el barco es sugestiva experiencia.

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En la diminuta antesala de Espacio2, una anfitriona en bañador nos involucra en su juerga playera. Bailes, bebidas y pareos nos transportan a un alegre litoral. La mujer nos trata con familiaridad y buenas maneras. Juntos, vivenciamos la ilusión compartida de una amistad que se apaga cuando ella –taciturna– nos pide dejar atrás algunas pertenencias para ingresar a la sala principal.

Adentro, ya despojados de lo innecesario, la mujer nos cuenta un cuento. Es la anécdota de sí misma: se ha construido una isla para esperar un barco. A la vez, su cuerpo expresa otra historia más oscura, cargada de recuerdos lejanos. La memoria del personaje se materializa como síntoma de una vida al final de su camino y nos obliga a develar lo que no está en las palabras.

Este mecanismo encubridor se acentúa con parlamentos dichos en lenguas desconocidas. Como espectadores, renunciamos a entender con la razón. Llega entonces el momento de poner a trabajar las emociones. Estas sí entienden lo inentendible. En ese punto, el montaje deviene ritual. Desde los asientos, no solo observamos. También creamos sentidos al lado de una oficiante que logró hacernos navegar hasta su isla.

Allí no hay más afán que el de aguardar lo inevitable, es decir, el fin de todos los ciclos vitales. La mujer espera y nosotros con ella. En ese devenir, juega con piedras de diversos tamaños. Antes, ha tenido el cuidado de explicarnos que, en la antigüedad, las piedras se usaban para enviar mensajes. En su juego de pedruscos y guijarros parece invocar a sus interlocutores ausentes, transformados en el lastre del barco por llegar.

El accionar de la actriz se circunscribe a un espacio delimitado sobre el escenario. La frontera rectangular, impuesta desde el diseño espacial, le confiere unidad a un conjunto de acciones originadas en distintos tiempos cronológicos y psicológicos del personaje. El resultado es un falso presente. Lo que vemos es una suma de temporalidades cuyo eje es el cuerpo –ahora desnudo– de la protagonista.

En el valiente acto de desarroparse, Tatiana Sobrado hace de su cuerpo un territorio de tensiones donde se anclan los significados del espectáculo. Nada se esconde. Los recovecos de la piel secuestran la mirada. La anatomía expuesta es constancia de vida, huella sobre la tierra, mineral flexible y embarcadero del último viaje.

En silencio, la mujer reposa en un lecho de piedras. El tiempo se detiene y la representación se vuelve performatividad porque ya no hay margen posible para ficciones. Se impone así la primacía de lo real pues ¿qué puede ser más real, sino exhibir la propia desnudez? Ese es el manifiesto de esta obra: una oda a la vitalidad efímera y una invitación a plantarle cara al mismo viento que empuja las velas de nuestro barco.

Asistimos a un montaje de excepcional honestidad artística: preciso en su diseño espacial, sugerente en la construcción de imágenes y atmósferas, evocador en sus texturas sonoras y generoso en emociones. En fin, una experiencia que nos recordó el placer de sentir como real la cálida brisa de una isla imaginaria.

FICHA ARTÍSTICA

Dirección e iluminación: Grettel Méndez

Producción: Teatro Luna

Dramaturgia escénica: Grettel Méndez, Tatiana Sobrado

Asistencia de dramaturgia: Ailyn Morera

Actuación: Tatiana Sobrado

Espacio y objetos: Mariela Richmond

Diseño sonoro: Mario Corrales

Espacio: Espacio 2 – Danza Universitaria (UCR)

Fecha: 30 de mayo de 2016