Crítica de cine: Líbranos del mal

Otro exorcismo, con diablos y policías

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El estreno de la película Líbranos del mal (2014) vuelve con el tema de la presencia del demonio en Irak, cuando la invasión de Estados Unidos. Sin explicar mucho, esto hace que una secta luciferina tome forma en Nueva York y sucedan, luego, los más extraños crímenes.

La película viene dirigida por Scott Derrickson, cuya filmografía no le es para sentir orgullo; así, desde allá, por el año 2000, en que hizo loco con la notable figura de Pinhead en el filme Hellraiser V . Dicen que el diablo hace las ollas, pero no las tapas; Derrickson hace películas, pero no les da calidad.

Líbranos del mal no es la excepción: es bien rala esta película sobre el detective a quien le toca investigar los delitos satánicos, por lo que –en un momento dado– se encuentra con un sacerdote jesuita que fuma, toma whiskey , practica el sexo y, sobre todo, con ese palmarés o historial, es exorcista.

Dicho sacerdote parece salido, más bien, de una película de Pedro Almodóvar, tal vez de Entre tinieblas (1983), aunque menos esperpéntico. Pues bien, cada uno de ellos, sacerdote y detective, arrastra sus propias sombras, de las que necesitan liberarse ambos. Lo hacen entre sí.

Luego irán al enfrentamiento del Pisuicas, para sacarlo del cuerpo de alguien y ponerle fin al argumento de la película. No es todo, pero no vamos a contar lo demás, solo advertirles que estamos ante una trama con más huecos que vestido viejo. Parece una venta de saldos y retazos en una tienda.

Entre más se desarrolla su historia, más ilógica e incoherente resulta en sí misma, y lo peor es que nos la quieren pasar, así tal cual, como película basada en hechos reales. Por lo visto, también en el cine comercial, el diablo cambia de cuernos pero no de mañas.

Líbranos del mal no solo dilapida fuerza al perder su estructura lógica (interna), sino que se le extravía lo específico de su tema, entre policial, drama, acción, terror y especulación religiosa. El peor enemigo de la calidad de este filme es el filme mismo: su pésimo guion, sobre todo.

De ahí en adelante, no hay nada que mencionar en términos positivos, tal vez la actuación del australiano Eric Bana y, mejor, la del venezolano Édgar Ramírez, pero dos golondrinas no hacen verano.

Tan deficiente como el guion es su montaje, porque no sabe agarrar la picada (el camino) ni puede sostener dos panales en el mismo palo, o sea, nunca amalgama bien la trama con sus correspondientes subtramas.

Total, el filme ni siquiera logra ser emotivo ni destaca con los elementos visuales. Incluso, falla en asuntos básicos, como la composición del encuadre, la luz y el color. Cierto, paciente lector, la verosimilitud de esta película pende de un hilo muy delgado o de un trazo de saliva muy escuálido. Algunos sustos comunes, y punto.

Ni siquiera la presencia de The Doors en la banda sonora sirve para algo útil, más bien se utiliza para un giro narrativo que se acerca a un mal chiste. De aquí en adelante, ni al propio Belcebú se le puede recomendar este filme: ¡en su propio fuego se queme!