Crítica de cine: ‘El secreto de Adaline’

Cine baladí sin vida ni juventud sobre la vida y la juventud.

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Se dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Igual se dice que gallo viejo con el ala mata. Está aquella otra expresión de “viejo, pero no pendejo”. Ah, y se dice que gallina vieja le da mejor sabor al caldo.

Ese refranero viene a propósito de una película sosa que se ha estrenado en estos días, donde lo único bueno es la actuación de ese guayacán que es Harrison Ford.

El filme se titula El secreto de Adaline (2015), dirigido con pereza narrativa por el californiano Lee Toland Krieger.

La trama gira y gira sobre una mujer que, de manera accidental, encuentra la eterna juventud. Por si acaso, la fórmula es esta: caer en aguas con temperatura abajo de cero grados, alcanzar la hipotermia y, antes de morirse, que un rayo le caiga encima. Es todo. ¡Juventud, divino tesoro!

Sin embargo, Adaline Bowman, que así se llama la afortunada muchacha, prefiere no divulgar su secreto para no ser vista como un bicho raro, con un cuerpo de 29 años y una edad real de 107. En ese tránsito, cambia a cada rato de identidad.

Igual se enamora, pero debe huir antes de comprometerse. Hasta que un día, sí, un día, le sucede algo inesperado, ¡qué problema! Es cuando conoce a Ellis, encarnado de manera superficial por Michiel Huisman. Vaya para él la silbatina que no le pude dar en la sala de cine, por razones obvias.

En cuanto a Blake Lively, como Adaline, se pasa sonriendo toda la película, con una mueca pegada a su rostro, sonrisa que acaba por ser inexpresiva de tanto exceso. Igual pudo ser la novia de Chucky. En efecto, cualquier fascinación por el misterio, ahí se pierde.

Hay una frase cursi que dice “todo relato sin misterio o sin gracia es como una flor que no huele”. Aplicada a El secreto de Adaline , debo decir que esta película no huele a nada, no sabe a nada ni se siente nada con ella.

Este es uno de esos casos en que la mona no se ve el rabo y el filme es siempre igual a sí mismo, nada cambia.

Algunas imágenes están bien logradas (sobre todo al mostrar el referente paisajístico), pero ni eso ni Harrison Ford salvan a la película de su propio desastre.

Casi todas las composiciones visuales, aún seductoras o gratas, son del todo superfluas, con movimientos de cámara que no comunican sensaciones, a lo sumo dan algún dato.

Este es un melodrama sin fuerza interior, como una mandarina sin gajitos o un aguacate sin pulpa.

Aquí es donde El secreto de Adaline se distancia de un filme como El curioso caso de Benjamin Button (2008), de David Fincher.

Lo digo porque alguna publicidad trae esta referencia como gancho, pero el señor Fincher sí sabe manejar lo trágico (dramático) de una situación así. ¡El que sabe, sabe!

Concluyo con frase ajena, porque es idea buena. Es del crítico argentino Rafael Paz. Dice: “Para ser una mujer con más de 100 años a cuestas, la existencia de Adaline no es fascinante. Si  García Márquez  decía que la vida había que vivirla para contarla, Adaline la ha padecido para ganar un juego de trivia”.