Crítica de cine: De lo que no se habla

Filme de gran calidad La Garbo: flor en el ojal

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Hay un cine del que uno solo debiera decir: es extraordinario. Sin embargo, no se vale. En una crítica hay que justificarse, aunque uno solo quiera la confianza del lector para que vaya a la Sala Garbo a ver una obra maestra del sétimo arte, como lo es La cinta blanca (2009), escrita y dirigida por el austríaco Michael Haneke.

La acción sucede en un pequeño pueblo, especie de microcosmos que logra explicarnos la parte emocional y religiosa en la que ha de fecundar la crueldad posterior que lleva al nazismo. No se trata de un análisis de las condiciones económicas, tan importantes, sino de una valoración del sentimiento déspota, rígido e intolerante que va a fuego lento desde percepciones religiosas.

A lo largo de un opresivo blanco y negro con las imágenes, Michael Haneke se adentra en el temperamento fanático que lleva a la hipocresía desde una falsa vivencia del Evangelio cristiano, con un pastor luterano más cercano a la rigidez calvinista y con el duque del lugar, grosero personaje feudal.

Ellos son quienes practican y conducen la vida cotidiana de los demás hacia la doble moral, el fanatismo, el abuso de poder, la explotación sexual de la mujer, el desprecio a los minusválidos, el patriarcado insensato y la violencia sistemática.

Haneke lo dice claramente: la religión es la incubadora de la maldad. Sucede cuando los seres humanos no ven en los demás a Cristo. Sucede cuando el terrateniente explota la fuerza de trabajo de los pobladores. Sucede cuando el médico sustituye a la esposa muerta por la encargada de llaves y, a esta, por su propia hija. Sucede cuando la muerte es la principal angustia de niños aún muy pequeños.

Hay más. Son cosas de las que preferimos no hablar, pero que están ahí: las torturas, lo tiránico, las guerras y los niños que reciben el impacto de la pudrición de los adultos. Los niños y las niñas recibirán por igual el maltrato para ejecutarlo con más saña aún: cría cuervos y te sacarán los ojos.

Los grises de la fotografía son negros dramáticos. El drama huele a tragedia. Es tragedia. Y colectiva. ¿Hay acaso un respiro?

Lo hay, como cuando la ternura del niño le permite regalarle a su padre el pajarito que tanto ama porque, cree él, que su padre está triste (el sádico pastor luterano). También con el amor de un alegre ¡maestro de música! con una joven empleada de la duquesa, romance lleno de respeto, de ternura y de expresiva esperanza por un vivir mejor: son bellos y significantes sus paseos en coches, dado su logro visual.

La estructuración del texto es superlativa: cómo sus distintos componentes, según los personajes, se expresan –poco a poco– en la articulación de una sola conducta colectiva con sujetos disidentes.

La trama se arma como el más dramático rompecabezas, donde la música expresa dicha tensión y la fotografía es apabullante. Las actuaciones son sólidas, sensibles, excelentes y muestran una escuela dramática arriba de lo común: ¡ni qué decir de los niños!

El ritmo es solemne al principio, como indicio de la tragedia. Es clínico al detallar los personajes y es tenso cuando uno descubre las causas de los sucesos en el pueblo (que aquí no podemos contar). Él animo de uno se acelera. Es cuando entendemos que las cintas blancas que llevan los niños, símbolos de pureza para la confirmación de la fe cristiana, serán los pañuelos de las futuras esvásticas en los brazos de los jóvenes alemanes.

La puesta en escena y visual es soberbia, gran arte. Nadie que ame el buen cine debe perderse este filme, aunque nos aplaste. Nadie. Tal vez, de alguna manera, podría alentar a la Sala Garbo a reprogramar otro gran filme de Haneke que ahí tienen: La pianista (2001). ¿Qué les parece? Aunque fuese por unas pocas funciones.