'The End of the F***ing World': una fantasía perversa de corazón esquivo

Reseña de la comedia negra de Netflix sobre un adolescente psicópata y su compañera rebelde es oscura pero muy sincera. ('SPOILERS' por todas partes en este artículo).

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Bonnie y Clyde al sur de Inglaterra, filmados por Wes Anderson, batidos en Tumblr. Parte de la crítica ha resumido así The End of the F***ing World, producida por Netflix para Channel 4 y ahora disponible en América Latina en la plataforma de streaming.

La crítica que escarba referencias funciona a veces, pero da la falsa impresión de que se trata de un pastiche. En realidad, esta es una serie honesta (cosa rara). Tiene velocidad de bala y limpieza de cuchillo.

Sus dos protagonistas tienen 17 años. James (Alex Lawther) está convencido de que es un psicópata y fantasea con un asesinato sangriento (lo vemos). Tortura animales por mientras (advertencia: también lo vemos), pero ya llegará su día.

Tal meta parece muy cercana cuando conoce de golpe a Alyssa, víctima idónea. La chica (Jessica Barden), díscola y agria, es quien es, lo cual inevitablemente provoca fricción con todo el mundo.

[A partir de ahora, abundan spoilers. La serie dura poco más que un largometraje promedio, puede verla en un par de noches].

La serie, con un tono entre comedia negra y cuento de hadas, se basa en el cómic del 2013 de Charles S. Forman. Es Badlands para la era de Internet, River of Grass adolescente, El guardián entre el centeno con más objetos punzocortantes. Es decir, es un cuento atemporal, universal: dos adolescentes rebeldes que buscan su lugar en el mundo, les preguntan las instrucciones a quienes los rodean y, al no recibir más que silencio, implotan y huyen.

James y Alyssa empiezan a sentir algo parecido al amor: la identificación. Nos lo cuentan en una narración en over que comenta y complementa sus diálogos. Lo que nos dicen, no se lo comparten entre sí, por miedo a confesar que no tienen idea de qué hacen con un carro robado, que él extraña a su papá, viudo e idiota, y ella a su mamá, casada por segunda vez con un imbécil y ciega ante la soledad de su hija.

The End of the F***ing World es una serie para románticos, pero evita regodearse en ello. Eso es raro en una época en la que el nihilismo parece ser el único antídoto contra el romanticismo más repetitivo: varias películas y, sobre todo, infinidad de series, caen en esa trampa. Son demasiado ácidas.

Puede ser un problema, claro, que vivamos aún en la estela del romanticismo. Casi todos nuestros héroes –empezando por ese concepto– están enamorados de los monstruos o son uno. Los ingenuos aspiran a ser uno sin lograrlo; los más conscientes se lanzan al vacío sabiendo las consecuencias.

A diferencia de la mayoría de series de su estilo, The End... evita la grasa. No hay personajes insípidos hinchados para “rellenar” episodios, no hay problemas complicados artificialmente para prolongar conflictos, no hay mucho aire, tampoco, para distraernos del torrente principal, la huida de James y Alyssa. Eso quiere decir que sus ocho partes, de 22 minutos cada una, pueden sentirse demasiado ligeras y hasta apresuradas y débiles.

En parte, tal economía narrativa se debe, por supuesto, al origen de la historia en el cómic, pero no es una consecuencia. Insistir en ello negaría la especificidad de la narrativa audiovisual que elabora la serie, con elegancia: cortes ágiles, colores saturados, primeros planos impertinentes, composiciones rigurosamente expresivas de los momentos emocionales de sus personajes. Para algunos espectadores, tanta belleza puede distraer de sus personajes, muy dispuestos a ensuciarse.

Sí llega a correr el riesgo de caer en la trampa del relleno, algo que se nota sobre todo en el inicio. Los dos primeros capítulos son poco prometedores aunque sus personajes sean magnéticos; al menos, son chocantes. La comedia y el horror caminan lado a lado sobre un puente estrechísimo. Filmada de otra manera, The End... sería vulgar.

Uno teme que se derrape pronto a un regodeo en la monstruosidad disonante con la fragilidad que ambos personajes exhiben, gracias a las interpretaciones ricas y dinámicas de los protagónicos. Sus actuaciones encuentran la riqueza en gestos minúsculos –un parpadeo interrumpido, tragar grueso, suspirar– y en inflexiones de la voz, ayudadas por la agilidad de la edición.

El contrapunto de la narración en off enriquece las interpretaciones de dos actores que comprenden que sus personajes son como perros de pelea. En un capítulo, Alyssa le dice a James: “Me voy sin importar si vienes o no”. A nosotros: “Por favor di que sí”. Su corazón es esquivo, pero no es difícil adivinarlo. Si bien nunca sabemos qué curva tomará la serie en el camino, sabemos que va hacia adentro de Alyssa y de James. Queremos que lo haga.

La riqueza de la serie está en el intercambio de vulnerabilidades entre uno y otro. Cada uno sabe que necesita exhibir fortaleza para sobrevivir, y los dos se dan cuenta pronto de que sus problemas han sido provocados por ellos mismos. Pronto descubren que los adultos son como ellos, niños también, pero con más años encima: dudan, sufren, temen, lloran, fallan. No son villanos.

Hay heroísmo en insistir en ser diferente; hay heroísmo en reconocer justo cuando hay que ser ese héroe, cuándo se impone lo correcto. Eso lo reconoce hasta la banda sonora, con las dos músicas definitivas de la alienación y el desplazamiento: folk y punk, aderezadas con la melancolía de piezas románticas de los años 50 y 60.

Seguir cargando con el romanticismo pesa mucho. Pero la verdad es que a veces queremos cuentos de hadas –aunque sean fantasías perversas– que nos recuerdan que son imaginables, que son posibles el heroísmo, la rebeldía y la monstruosidad.

“Esta no es una película”, dice Alyssa. “Si esto fuera una película probablemente seríamos estadounidenses”. Y el final no sería como es: algo de Bonnie y Clyde, algo de Los 400 golpes, mucho de nuestro presente. Todavía es posible, al fin y al cabo, huir. Lo que pase después es otra cosa.