Un joven de 19 años estaba al lado derecho en un pasillo de la cárcel juvenil Zurquí, en Heredia, donde está recluido desde setiembre del 2014 por dos delitos. Al otro extremo del pasadizo, estaba Kiara, su perra american stafford, de 7 años.
Tenían casi dos años de no verse y el preso desconocía que la mañana de ayer sucedería el ansiado reencuentro. Cuando el muchacho observó al can, caminó hacia ella, la alcanzó, se agachó, la abrazó y lloró. Así comenzó la primera visita canina que se autoriza a un centro penal.
Su mamá, Alejandra Barboza, y su hermana, Jennifer, fueron quienes llevaron a Kiara.
“¿Por qué no me dijo que me la iban a traer?”, fue lo primero que dijo el recluso entre sollozos. No dijo más palabras por mucho tiempo. Se dedicó, únicamente, a abrazar a Kiara.
“Ella dormía conmigo en el cuarto. Yo la amo a ella, es divina. Tenía mucho miedo de no volver a verla”, dijo el joven.
Contó que cuando el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) allanó su vivienda, en Escazú, San José, Kiara se “asustó un montón”.
“Ella vio cuando me detuvieron, fue doloroso para mí. La tenían amarrada, porque creían que era peligrosa. ¿Peligrosa? Es un amor”, mencionó, al tiempo en el que le hacía cariño en el vientre.
Desde ese día, en el 2014, él dejó de verla y, según su mamá, Kiara “entró en depresión”. “No se levantaba de la cama, como que pegaba unos suspiros”, recordó.
Pero el estado de ánimo de la perra cambió para bien 15 días después de la captura. “Él nos llamó y casi que ni nos saludó. Lo único que hizo fue pedir que pusiéramos el altavoz para poder hablar con la perra. Ella hasta movía la cola de la felicidad”, narró la mujer.
Detalló que, como el joven sintió que ese método funcionó, lo sigue usando. Como mínimo, “conversa” una vez al día con Kiara.
Según dijo el preso, su relación no solo es vía telefónica, sino que también la siente cerca por las fotografías que dice tener en donde duerme.
“Todos aquí la conocen, siempre les hablo de ella”, apuntó. Por ello, este viernes, cada vez que veía a otro recluso, se detenía, lo llamaba y se la presentaba.
“Yo le dije a él que pidiera ese permiso, pero no quiso porque pensaba que le iban a decir que no. Entonces decidí ir yo. ¿Qué era lo peor que podía pasar? Que me dijeran que no, nada más”, mencionó la madre.
Cuando llegó la solicitud a la Dirección del centro, un equipo técnico se reunió para analizar el caso. Sofía Elizondo, trabajadora social de la prisión, detalló que el buen comportamiento del recluso pesó para permitir el ingreso de la mascota. Pero, también, porque “sensibiliza un poco más al joven”.
“En la cárcel hay un ambiente muy hostil. Lo que tratamos con esto es que ellos reflexionen sobre lo que tenían afuera. La población que tenemos acá fue vulnerable en algún momento, pero a ellos no les gusta entrar a esas áreas de dolor de sus vidas.
”Creemos que si logramos tenerlos más conectados con sus emociones, están abiertos a conectarse con sus heridas y superar malos ratos que tuvieron”, declaró Elizondo.