Cuerpos de reos ejecutados eran expuestos al público hace 200 años

Se buscaba trato digno a reclusos, pero ritual era lo contrario: los obligaban a caminar en silencio hasta el cadalso y eran enterrados en campo abierto para que se desconociera dónde estaban sus restos

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María Josefa Picado estaba casada con Manuel Alpízar, sin embargo, su corazón le pertenecía a otro hombre, llamado Santana Porras. Más temprano que tarde, Picado y Porras comenzaron una relación extramatrimonial y en su intento de hacer legal aquella unión, decidieron mandar a matar a Manuel. Para ello, contrataron al destazador de cerdos Ventura Marín, quien, tras darle muerte, lo tiró al río Torres.

Luego de que apareció su cuerpo, las autoridades investigaron y lograron comprender el móvil del crimen, culpando así a Porras, Picado y Marín. Los sentenciaron a muerte y el 13 de agosto de 1836 fueron fusilados en La Sabana, en San José. Iban con vestidos hechos con sacos, en los cuales se pintaron un gallo, un mono, una culebra y un perro.

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Esa fue una de las varias ejecuciones que se llevaron a cabo en Costa Rica en sus primeros años de vida independiente, pero, partiendo de ese evento, ¿cómo era que se realizaban? En el libro La Evolución Penitenciaria, de Ricardo Jinesta, hay un apartado en el que se habla del ritual que se hacía cuando un reo era condenado a la pena capital. Porque sí, había todo un ritual de por medio, que, aunque se buscaba que fuera lo menos traumático para el sentenciado, era imposible que no lo fuera.

Vestimentas

Según dicho libro, fue en 1835 cuando Braulio Carrillo, jefe de Estado de ese momento, instauró con mayor fuerza la pena de muerte en el país. Su convicción era perseguir, como fuera, a los delincuentes y, a su criterio, ese castigo era lo suficientemente fuerte para persuadir al resto de no cometer delitos.

El Código de Procedimientos de aquel periodo establecía que, para empezar, lo que más debía privar era tratar con “toda consideración” al recluso y, como muestra de supuesta bondad, el sujeto debía ser ejecutado dentro de las 24 horas siguientes a la notificación de la sentencia. Hacerlo esperar más podría ser cruel, aseguraban en aquel momento las autoridades.

La ejecución debía darse entre las 11 a. m. y el mediodía en un sitio público y cercano a la población. Eso sí no podía hacerse en días feriados ni de regocijo público. Una hora antes del acto, se informaba de la situación para que los ciudadanos estuvieran atentos y asistieran, en caso de querer.

En paralelo, los reclusos eran alistados para ir acompañados por uno o dos curas, un testigo, los alguaciles y la escolta; todos ellos iban de negro. Los condenados generalmente eran vestidos con túnicas blancas y con sogas atadas a sus cuellos y sus manos amarradas. Pero existía una serie de excepciones, ya que dependiendo de quién era el preso, así iba vestido o era tratado, según se lee en el libro de Jinesta.

El asesino, el parricida y el traidor llevaban los pies descalzos, su cabeza cubierta y sin cabello. Llevaban una cadena de hierro atada al cuello, cuyo extremo era jalado por el ejecutor. Los dos primeros, además, vestían una túnica blanca con las mangas enrolladas; el último llevaba en su espalda un cartel con la leyenda: “Traidor”. Por su parte, los reos que era sacerdotes y que no habían sido degradados, llevaban su cabeza cubierta con un gorro negro.

Procesión en silencio

Una vez que el condenado ya estaba listo con sus vestimentas, emprendían la caminata hasta el sitio donde él, finalmente, sería ejecutado. Pero esa procesión debía ser en completo silencio: el reo, principalmente, no podía hablar ni dirigirse a nadie que estuviera en el público ni a la escolta que lo acompañaba. Además, ninguna persona podía intentar impedir dicha ejecución, sino recibiría un castigo; no obstante no se menciona cuál sería esa sanción.

Una vez en el lugar, se procedía con la ejecución, por fusilamiento o la horca. Tras la muerte del condenado, el Código de Procedimientos rezaba que el cuerpo debía quedar expuesto a la “pública curiosidad hasta la puesta de sol”, se lee en el libro de Jinesta. Esa era una de las maneras de buscar escarmiento en cabeza ajena y así evitar la comisión de delitos.

A eso de las 6 p. m. el cadáver era levantado para enterrarlo. Pero hasta en eso había diferencias entre un recluso y otro, dependiendo del ilícito que cometió. Por ejemplo, en el caso de parricidas y traidores, estos eran sepultados en pleno campo, de modo tal que se desconozca en dónde están sus restos y sus dolientes no pudieran llorarlos. Sobre los asesinos, no se hacía mención qué pasaba con sus cuerpos.

Caso curioso era que si el sentenciado moría antes de la ejecución, su cadáver era vestido con las ropas acostumbradas para estos actos y llevado al lugar donde se le hubiese fusilado o ahorcado, como forma de dejar claro que nadie escapaba de esta condena. “Finalmente se le debía de colocar sobre el cadalso (tablado construido para la ejecución)”, detalla Jinesta.

Avance hacia derechos humanos

Conforme iban pasando los años, ya la pena de muerte no era tan bien vista por la ciudadanía y por lo gobernantes. En pequeños pasos hacia el respeto de los derechos humanos, el 22 de noviembre de 1848 se redujo este castigo a los casos de homicidio premeditado y en el atentado contra el orden público, cuando hubiese alguna víctima.

De hecho, la Constitución Política del 7 de diciembre de 1871 la instituyó en el país. En su artículo 45 la establecía en 1) los delitos de homicidio premeditado y seguro, o premeditado y alevoso, 2) en los delitos de alta traición y 3) en los de piratería. Así, se siguió utilizando, hasta que Tomás Guardia, presidente de Costa Rica entre 1877 y 1882, la abolió mediante modificaciones a esa Constitución.

Así, por decreto N.º VII del 26 de abril de 1882, ese artículo 45 se reformó para leerse: “La vida humana es inviolable en Costa Rica”, con lo cual el país daba pasos agigantados para convertirse en un propulsor de los derechos humanos. Ese mismo texto forma parte de la Carta Magna del 7 de noviembre de 1949.

Trato diferenciado

- Si una mujer fuera condenada a pena capital y estaba embarazada, esta sentencia no se podía cumplir hasta que pasaran 40 días después del alumbramiento.

- Si diez o menos personas participaban en un mismo delito y eran sentenciadas a la pena capital, solo uno la sufría y era escogido por sorteo; los otros coautores eran enviados a presidio por diez años. Si eran más de diez delincuentes, la cantidad de ejecutados incrementaba.