La música que sobrevivió al accidente de Choluteca

Hace 50 años, en Honduras, ocurrió una tragedia que cobró la vida de una treintena de costarricenses. Las secuelas de aquel accidente en bus todavía se sienten

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A las 5 de la tarde, comenzaba a caer la noche en la ruta San Marcos de Colón, en Honduras. El Chevrolet Blue Bird del año, placa PB 19, propiedad de la empresa Servicios de Autobuses de Puntarenas, recién había pasado el cerro de El Chinchayote, cerca de la frontera con Nicaragua, al sur del país, cuando se escuchó un ruido fuerte. Algo no andaba bien.

Don Antonio Nacarado, chofer del bus, llamó a su ayudante y mecánico, Carlos Luis López. Conversaron entre ellos. Algo no andaba bien.

El vehículo, lleno hasta el tope, bajaba por una pendiente prolongada y alcanzaba velocidades peligrosas. López le dijo a Nacarado que cambiara a una marcha más fuerte, para compresionar. “Si yo trato de hacer el cambio, la velocidad no me lo va a permitir”, le respondió el chofer. Solo instantes después, el camino dio un giro que el bus no consiguió seguir. El vehículo chocó de frente contra una piedra, y luego siguió pendiente abajo.

Así lo narra el libro El signo de un chofer , de Hugo Solís, publicado en el 2009. El bus rodó a lo largo de 91 metros. Dio seis o siete vueltas. El resultado: 31 fallecidos, en cuenta 15 adultos –profesores y padres de familia– y 16 estudiantes. Casi todos ellos eran costarricenses, jóvenes artistas en formación que eran parte de la Escuela de Gimnasia y Danza Coralia de Romero y del Conservatorio Castella.

La tragedia de Choluteca ocurrió hace 50 años, el 29 de junio de 1965, pero sigue siendo uno de los eventos más oscuros y lamentables de la historia costarricense reciente.

Uno que, todavía hoy, sigue afectando vidas.

***

El doctor Arturo Romero llegó a Costa Rica proveniente de El Salvador. Le acompañaba su esposa Coralia Ávila, con quien fundó un conjunto de ballet ; escogieron a varios jóvenes de reconocidos colegios de Costa Rica, en cuenta el Conservatorio Castella.

Con el tiempo, se conformó un grupo de alumnos, cuyas edades iban de los 13 a los 18 años. Ese grupo se convirtió en la base de la Escuela de Gimnasia y Danza Coralia de Romero.

El Ballet Tico, como se les conoció después, ofrecía espectáculos en varios escenarios importantes del país, por lo general con fines benéficos, acompañado por jóvenes que asistían a la Academia de Música Félix Strohecker.

Gracias a la alta calidad de sus presentaciones, el grupo programó una gira por Centroamérica, que incluiría escalas en Honduras y, más tarde, en El Salvador, patria de Coralia y el doctor Romero.

Su intención era recaudar fondos para batallar contra la poliomielitis, una infección que afecta el sistema nervioso y que, aunque ya ha sido erradicada casi en su totalidad, sí afectó con fuerza a las naciones del istmo durante buena parte del siglo XX.

El doctor Romero y doña Coralia se pusieron manos a la obra para que la gira resultara exitosa: gestionaron pasaportes para los miembros del ballet ; pidieron los permisos respectivos a los padres de familia y se conformó un grupo de adultos que acompañaría a los jóvenes a modo de chaperones.

Además, se gestionó la comunicación con las organizaciones culturales en Honduras y El Salvador que recibirían a la comitiva costarricense.

El lunes 28 de junio, los viajeros se reunieron en el centro de San José.

Allí los esperaba el Blue Bird conducido por Antonio Nacarado, el mismo chofer que diez años más tarde también protagonizaría la tragedia de La Angostura, en Puntarenas, en la que fallecieron 47 personas. “Uno siente que se va a morir de dolor o se pregunta por qué no murió como los demás”, dijo Nacarado sobre sus dos accidentes en una entrevista para esta revista en el año 2000, tres años antes de su muerte.

Menos de 48 horas después de partir, ese autobús rodaba por la campiña de Honduras.

Fueron las vueltas que el vehículo dio sobre su propio eje las que acabaron las vidas de 31 personas. De acuerdo con El signo de un chofer , en cada vuelta los aterrados pasajeros se golpeaban contra los asientos y el techo del autobús.

Cuenta el libro de Hugo Solís que, cuando el autobús se detuvo, en medio de gritos y llantos, el doctor Romero se desplazó entre los escombros y los heridos.

Exhausto, el hoy benemérito se recostó. “Gracias a Dios que no son muchos los heridos”, dijo. De seguido se desmayó y murió en el acto.

El acordeón en silencio

La casa de doña Amelia es un mapamundi. De una de las paredes del comedor cuelgan cuatro grandes estantes de madera que sostienen su vastísima colección de cucharas. Duda que haya alguien en este país que haya coleccionado más cucharas que ella, aunque no puede afirmarlo con seguridad.

Son unas 200 cucharitas de todo tamaño y toda forma. Cada una de ellas representa un viaje al extranjero. Aunque algunas fueron regalos, la mayoría las compró ella misma.

Doña Amelia Barquero es uno de los mayores íconos de la música de este país. Obras suyas han sido estrenadas en Italia, inclusive, y el año pasado recibió el premio Reca Mora, que la Asociación de Compositores y Autores Musicales de Costa Rica (ACAM) otorga como reconocimiento a una trayectoria; fue la primera mujer en conseguirlo.

La vida de doña Amelia no se entiende sin la música y, hay que decirlo, sin la tragedia. En enero del 2010 falleció su hija Raquel Ramírez, destacada mezzosoprano costarricense, tras dos años de batallar contra la leucemia. “Hay dolores que uno no supera, solo aprende a vivir con ellos”, me dice, sentada en la mesa del comedor de su casa.

Afuera corre el tren en dirección a Cartago, que retumba con furia; adentro, la casa de doña Amelia está llena de música, incluso si no suena ningún instrumento. Como su acordeón, que ha permanecido en casi total silencio durante los últimos 50 años. “No hay nada más triste que un instrumento que nadie toca”, le dijo mi compañero Albert –autor de las fotografías que acompañan este texto– a doña Amelia.

***

La relación de doña Amelia con el acordeón comenzó y terminó en Félix Stroheker. Alemán, destacado profesor de música, fue él quien enseñó a doña Amelia a expresarse en teclas; fue también su profesor de piano, que más tarde se convertiría en una de las muchas armas de su tremenda carrera musical.

“El ballet de doña Coralia era muy famoso, porque tenían muy buena técnica”, recuerda, mientras bebe un sorbo de café con leche y sus tres perras revolotean entre sus tobillos, buscando una caricia o un pedazo de galleta. Recuerda también que, al cargo de don Félix, se fundó un grupo musical llamado Serenata de Acordeones. “Nosotros íbamos a viajar con el ballet de doña Coralia a Honduras, para ofrecer un espectáculo musical como intermedio”.

Eran cinco muchachas quienes acompañarían al ballet : Addy Sancho Cortés, Flori Quesada Sanabria, Aixia Palomares, Luci Barquero Trejos y su hermana, la propia doña Amelia. “Antes de viajar hicimos un concierto en el Teatro Nacional para recaudar fondos, inclusive”.

Para ese momento, junio de 1965, doña Amelia era profesora del Conservatorio Castella. Se había graduado en 1964, pero don Arnoldo Herrera, director y fundador de la institución, le pidió que se quedara a enseñar a las nuevas generaciones. “Fui la primera alumna a quien se le pidió que se quedara como profesora, ¡sin tener ninguna experiencia como docente!”. La risa de doña Amelia es adorable, pura, y la deja salir sin contemplaciones. Doña Amelia sonríe mucho.

Pese a que ya era mayor de edad, doña Amelia estaba acostumbrada a que, en sus viajes con la Serenata de Acordeones, siempre estuvieran presentes sus padres. “Teníamos mucha ilusión de viajar; mi mamá hasta nos cosió unas piyamas nuevas y todo. Mi mamá estaba segura de que la iban a llamar como chaperona”.

Pero esa llamada no llegó. Doña Amelia ignora por qué. Tal vez doña Coralia consideró que ya llevaban suficientes chaperones en el resto del grupo –no es descabellado: de las 31 víctimas del accidente de Choluteca, 15 eran adultos–. De poco sirve especular ahora.

Lo único en firme es esto: que el padre de doña Amelia no pensaba dejar que sus hijas viajaran solas. “Mi papá le dijo a mi mamá que si ella no viajaba con nosotras, nosotras no podíamos ir. Fue muy triste en ese momento”.

Las consecuencias de esa decisión paterna afectaron a varias familias, porque la Serenata de Acordeones tenía una regla clara: todas o ninguna. “Cada una de nosotras tenía un arreglo particular en el concierto, entonces si una no estaba presente el concierto no se podía tocar. Al final, ninguna de nosotras fue a Honduras”.

Job

Don Rodrigo Salas de la Paz tiene una voz gruesa que evidencia mucho más que su edad: sus palabras hablan de momentos difíciles, de sabiduría a punta de experiencia. De mucha vida vivida. No deja de ser irónico que, cuando se casó, le dijo a su esposa: “yo no creo que viva mucho”. A sus 65 años, superó sus expectativas.

Su historial justificaba sus esperanzas tenues. “La muerte era una constante en la familia”, recuerda. Cuando cumplió los 7 años, ya había perdido a abuelas y bisabuelas. A sus 10 años, falleció su padre. Cuando tenía 15, su madre Norma y su hermana Zulay subieron a un autobús Blue Bird en ruta hacia Honduras, pero solo la segunda regresó con vida. La vida los dejó a él, a Zulay y a sus otros dos hermanos, de pronto, huérfanos.

El lunes 28 de junio del 65, Rodrigo y su familia acompañaron a su madre y hermana a tomar el bus en que partirían hacia el norte. Era el primer lunes del período de vacaciones de medio año. El vehículo partió de la entonces sede de la academia de ballet de doña Coralia, ubicada 125 metros al sur del Banco Popular, en el centro de San José; hoy, lo que queda es una tienda de electrónica.

Al día siguiente, sus compañeros se reunieron para celebrar el cumpleaños de uno de sus amigos. Cerca de las siete de la noche, las noticias comenzaron a sonar en la radio. “Entramos en shock , todos teníamos gente conocida en ese bus”, dice.

Con las horas, la desgracia se confirmó. Un día más tarde, el capitán Ricardo Vargas, piloto de la desaparecida aerolínea costarricense Lacsa, voló a Honduras y regresó con víctimas con y sin vida. La vida de don Rodrigo se partía en dos: su hermana en un grupo; su madre en el otro.

***

Regresar al curso natural de la vida no fue sencillo. La familia más cercana que les quedaba a los hermanos Salas de la Paz era un abuelo que, sin embargo, estaba incapacitado para ayudarles: estaba ciego. Los hermanos fueron repartidos en casas de tíos. En el colegio, en cambio, la tristeza fue mitigada de la forma más coherente con el Conservatorio Castella: el arte como método paliativo. “Don Arnoldo, el director, nos sometió a un proceso catártico: nos puso a trabajar”.

Don Rodrigo y sus compañeros pasaron buena parte del segundo semestre de 1965 en el Teatro Nacional, presentando función tras función de la ópera La fuerza del destino . “Pasamos por períodos de mucha actividad. El arte tiene esa virtud: el tiempo pasa muy rápido cuando se disfruta lo que hace”.

Don Rodrigo ve mucho del relato de Job –parte de la tradición cristiana– en sí mismo. El relato bíblico habla de un hombre que es sometido a duras pruebas, como la pérdida de su familia, pero luego es restituido. Don Rodrigo, quien perdió a sus padres cuando recién cumplía los 15 años, es hoy el patriarca de una numerosa familia.

Sin embargo, no olvida lo ocurrido hace tantos años y que marcó, de tantas formas y tan hondo, su vida. “Leyendo las noticias, me di cuenta de que en Honduras, hubo un gran desfile de estudiantes que acompañaron los féretros hasta la Casa de la Cultura de Tegucigalpa. 40.000 personas estuvieron ahí”, cuenta. Dice que en Choluteca hay un monumento que recuerda las vidas perdidas del Ballet Tico. “No me gusta comparar, pero las vidas que se perdieron eran costarricenses. Aquí uno topa hasta con apatía hacia el recuerdo de la tragedia”.

Cuenta que la conmemoración hacia los fallecidos de parte del gobierno local fue una placa que primero estuvo frente al Teatro Nacional; que después fue trasladada al Parque Morazán y que, más tarde, finalmente desapareció. “Estos héroes de la cultura merecen ser recordados, así como el dolor enorme que sufrieron varias familias, vecindarios e instituciones educativas”.

Vivir de nuevo

Cuenta doña Amelia que, solo unos días antes del viaje, acompañó a su mamá a San José “a hacer un mandado”. Allí se encontraron con María Felicia Vargas, esposa de don Arnoldo Herrera, quien les dijo que no se sentía segura de ir al viaje: sería la primera vez fuera del país sin su esposo, solo con sus hijas. Después, cuando el autobús ya se había marchado, la misma María Felicia llamó por teléfono a su esposo desde Nicaragua. “Venite”, le dijo, “devolvete”. Doña María Felicia no lo hizo.

“No sé, debe de haber tenido un presentimiento. Mi mamá se sintió muy mal después, como si ella hubiera tenido algo que ver”, cuenta doña Amelia.

La noche del 29, cuando las noticias del accidente comenzaron a emitirse por la radio, doña Amelia y sus compañeras estaban con don Arnoldo Herrera, director del Castella. “Se puso como loco. Llamaba por teléfono pegando gritos. Exigía un avión para ir a recoger a sus hijas y a su esposa”. De las cuatro mujeres de la familia Herrera que viajaron en la excursión, solo María Felicia hija sobrevivió. “Durante el tiempo que siguió, yo estuve ahí como apoyo para don Arnoldo, aunque a veces sentía que él me ayudaba más a mí. No sé hasta dónde llegaba el dolor suyo y dónde comenzaba el mío”.

Para don Rodrigo, el principal valor de aquel grupo que viajó a Honduras era la solidaridad, y así debe recordarse. “El objetivo de la gira del Ballet Tico era contribuir a minimizar el flagelo de la poliomielitis, que había atacado a la región. Eran emisario culturales”.

Doña Amelia nunca volvió a tocar el acordeón, pero dos años después de la tragedia sí regresó al piano. Su carrera es, en cierta forma, un homenaje a la memoria de Félix Strohecker, aquel profesor que fundó la Serenata de Acordeones y que falleció dentro de un bus, al pie de una colina hondureña.