Cusco paso a paso

Lentamente, Cusco recupera su ritmo con la reapertura oficial al turismo, después de meses de cuarentena.

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Hace ocho años fue la última vez que estuve aquí. La ciudad misma sigue, en esencia, tal y como la recuerdo: sus balcones, la catedral, los adoquines, los colores y símbolos de este híbrido cultural. Pero hay una diferencia. Entonces, las calles de Cusco parecían una enorme estación de metro al aire libre y en permanente hora punta, con miles de personas, sobre todo turistas, y un interminable desfile de vendedores ambulantes que se cruzaban a cada segundo para ofrecer joyería, souvenirs, tours.

Hoy es distinto. Apenas uno que otro que vende mascarillas bordadas. Hay espacio de sobra. Incluso se ven algunas calles completamente vacías. Tanto que la sensación es... extraña.

Vuelvo a recordar la vez anterior que estuve aquí. Se escuchaban en ese tiempo cosas como que el turismo estaba colapsando la ciudad. Que había poco control y la situación estaba un tanto desbordada. Y uno, codeándose con tantos otros, intentando encontrar espacio, podía estar de acuerdo. Quizá pensar que “ojalá algún día hubiese menos personas”, para así entrar sin prisa a los museos, a los sitios históricos, a las tiendas.

Claro: nadie imaginó que eso se haría realidad.

Por eso mismo, ser ahora una de las pocas extranjeras de visita en la ciudad es una especie de privilegio algo culposo. Un poco triste. Y también, medio surrealista. Probablemente sea un momento único. Realmente no se ven casi forasteros en los típicos colores (y marcas) de los que se mueven en tour, ni se escuchan otros idiomas. Se sabe, eso no debiera durar.

Lentamente, Cusco recupera su ritmo con la reapertura oficial al turismo, después de meses de cuarentena. Una declaración oficial que tiene apenas unas semanas, pero que aún no muestra su impacto en las calles. Y (puede ser egoísta decirlo) la diferencia es todavía notoria: se agradece.

Al caminar por Cusco hoy se siente el eco de los pasos, sin la multitud que alguna vez llenó estos pasajes angostos y perfectamente adoquinados. Así que se puede andar haciendo pausas, sin necesidad de esquivar a nadie ni dejarse presionar. Como si la ciudad fuese nueva. Y así van apareciendo cosas que quizá estuvieron siempre ahí mismo, pero seguramente la multitud -o el apuro- no dejaba ver. Rumbo al icónico mercado San Pedro, por poner un caso, aparece a la derecha, escondido en un callejón, un carrito-cafetería donde destella una La Marzocco (para los amantes del café, como el Ferrari de los espresso) que hace que la parada sea obligatoria.

El barista del Three Monkeys Coffee Company dice que el café es de acá mismo, de los alrededores de Cusco, y que siempre trabajan con productores locales. A medida que la máquina comienza a hacer lo suyo, el aroma cautivador impregna el lugar como si las piedras milenarias que tengo a mis espaldas potenciaran de alguna manera esas notas cálidas, tostadas y medio frutales. Un sorbo y el sabor explota. Intenso, profundo, con un perfil de frutos amarillos (physalis, específicamente).

Una maravilla apenas anunciada en la calle Arequipa con un letrerito que en otras épocas quizá habría sido tapado por la gente. Si aún se ven filas en la ciudad -siempre cortas-, son solo por un tema de aforo limitado.

Como sea, qué lujo es entrar al Coricancha, el que en su momento fuera el Templo del Sol y, después, Museo del Convento de Santo Domingo, sin tener que esperar para hacer la foto panorámica en el patio interior, que está completamente a disposición, sin grupos apretados empujando para lograr la mejor ubicación y escuchar a los guías.

Justo al frente, unas grandes puertas azulinas decoradas con pequeñas figuras de hierro (al acercarse se distinguen como caras que silban) se abren para dar paso a lo que, en principio, pareciera un museo, pero que en realidad es la recepción Palacio del Inka, un hotel que ocupa una estructura de más de cinco siglos, con pasillos flanqueados por muros de piedra y donde se pueden ver más de 195 piezas de arte que abarcan desde tiempos preincas hasta el republicano, pasando desde luego por la era inca y colonial.

Hay aquí cuadros de arcángeles en pesados marcos dorado e imágenes de deidades andinas; hay muebles imponentes de impresionante tallado en madera oscura, cúpulas de vidrio, habitaciones con techo a cuatro metros de altura y, lo más impresionante, la piedra inca de 8 ángulos que está en uno de los muros del hotel. La única que no es de granito sino de diorita verde, un material -dicen aquí- usado por los incas en varios lugares sagrados como símbolo de la conexión entre el mundo material y el espiritual (Santo Domingo 259, Cusco ).

Reconectar con la naturaleza

Es día de salir de la ciudad. Hay que bajar casi mil metros desde los 3.300 en que se encuentra Cusco, para alcanzar el Valle Sagrado y su puerta de entrada: Urubamba.

El camino es una advertencia de cómo son las cosas aquí y ahora. Un paraje especialmente silencioso y solitario. No se ve ningún otro auto en la ruta. A ratos, alguna casita. Y otra. Suelos fértiles -de ahí viene lo de “sagrado”-, cultivados. Las señas de una vida austera, natural. Unas nubes tan perfectas que casi parecen falsas desfilan sobre las montañas azuladas.

En la ventana del vehículo de pronto aparece un rebaño apiñado, con burros entre medio, perros guiándolos, una mujer y su hija pequeña que sostiene un corderito en su primer día de vida. Nos detenemos. Los del grupo que hemos venido a ver cómo se reactiva el turismo en esta zona del Perú bajamos. Es conmovedor: la imagen es de una belleza impactante. Quizá solo sea el impacto de ver algo diferente, luego de diez meses de encierro y cuarentena.

Urubamba es el eje del Valle Sagrado

Por las conexiones de transporte y porque, desde diciembre de 2020, está clasificada como “destino seguro”. Por eso inició su reactivación tras certificar en medidas de bioseguridad a 42 operadores turísticos. A solo cinco minutos de la Plaza de Armas y de los principales atractivos de la ciudad, llegamos al Tambo del Inka, un hotel impregnado de la cultura precolombina.

De entrada impresiona con su chimenea de piedra de 13 metros de alto. Un adelanto de lo que viene: en todos lados, la madera y la piedra son protagonistas. Lo mismo que los colores andinos y el arte local. Un estilo “inca moderno”, cálido.

El bar (aún cerrado por protocolos covid) impacta por su cuenta: tiene un murallón de más de diez metros, hecho de piedra ónix y con una iluminación de fondo para la noche. Somos el primer grupo internacional que reciben desde la reapertura y la bienvenida refleja eso: es particularmente acogedora. Nos ofrecen una infusión fría de muña, una hierba especial para el soroche (o mal de altura), y se nota un cierto ánimo.

La emoción de estar de vuelta a las pistas (unos días atrás, en Lima, habíamos visto algo parecido: la guía, luego de finalizar un circuito, nos dijo entre lágrimas, con la voz quebrada, que éramos su primer grupo en ocho meses). A la mañana siguiente, confundida por toda la luz que inunda mi habitación, parece que fuese mediodía. Pero son apenas las 5 de la mañana.

La gente tiende a repetir aquí que este lugar es mágico. Que lo era para los incas no solo por el clima o la calidad del suelo. Quizá lo era por lo que veo a esta hora a través de la ventana: el río Vilcanota y los jardines del hotel. El sonido del agua se escucha claro, poderoso, y se mezcla con el sonido del viento en las hojas de los árboles y el canto de los pájaros.

Todo eso y los meses de encierro posiblemente expliquen lo que pasó luego: algo tenía que salir y empecé a llorar. También parecía parte de la magia del lugar. Lo cierto es que había que seguir. Tambo del Inka tiene su propia huerta orgánica certificada de casi dos hectáreas, las que debió reducir a la mitad debido a la pandemia. Algo que no impide vivir una de las experiencias del hotel: “del huerto a la mesa”.

La posibilidad de ir a cosechar los productos que el chef preparará en el almuerzo a orillas del río. Suena sencillo, pero hay más de 45 hortalizas, distintas plantas aromáticas, y hierbas andinas como huacatay, muña y chincho, entre otras. También hay espacio para la experimentación: plantaron achira, una planta de casi tres metros, para luego sacar sus rizomas (tallos subterráneos) y hacer con ellos harina de repostería. Una idea en la que todavía trabajan.

En toda esta zona se dan bien las papas (se cultivan más de 200 tipos) y también el maíz (con otra amplia variedad). Fermentando este último se elabora la chicha, muy famosa en Urubamba: si en alguna casita del pueblo ve una tela o bolsa roja flameando, significa que la chicha está lista y el bar está abierto.

El sello seminario

Aunque la belleza natural de Urubamba es indiscutible, hay algo artificial que vale la pena ver: la cerámica de Pablo Seminario. Sus piezas se pueden encontrar en el Smithsonian, en el Field Museum de Chicago y hasta en el lobby del World Bank, en Washington DC. Seminario llegó al Valle Sagrado hace 40 años, junto a su señora, Marilú Behar, y ha generado un estilo particular, basado en las culturas precolombinas.

Tanto ha sido su impacto que hay varios talleres en la zona que replican su trabajo. Algo de lo que él se siente orgulloso. “Urubamba es la tierra que me acogió. Este estilo no es mío, es de Urubamba, es un bien cultural que se puede aprovechar, algo así como una cerámica de origen”, dice. En plena avenida Berriozábal, la puerta de madera que identifica la Casa Taller de los Seminario no permite imaginar lo que hay detrás: un oasis creativo, lleno de colores, plantas y animales. Hay salas de exposición, de ventas, de clases y talleres.

Hasta principios del 2020, aquí no pasaba un día sin que se llenara con un mar de gente, de estudiantes extranjeros, grupos turísticos y clientes variados. Hoy me reciben sus cinco perros y el hijo mayor, en medio de una tormenta repentina. La gran y moderna sala que tenían para los estudiantes ha sido adaptada como su nuevo taller, más amplio y cómodo para trabajar.

De sonrisa amable y mirada expresiva, prominente bigote y pelo blanco, Pablo Seminario ha sabido encontrarle la vuelta a esta época. “La pandemia me ha entregado tiempo que no tenía. Estoy trabajando en una serie que me ha hecho regresar de cierta forma a mis raíces. Tenía 40 años de trabajo guardados en cajas. Era tan intenso el movimiento turístico acá que no me permitía regresar a esos cuartos y revisar esas cajas, ordenar, sorprenderme con recuerdos. Durante estos meses he entrado a esos cuartos, abierto esas cajas y he visto mi historia.

Aparecieron mis originales, que siempre guardé. Yo mismo me sorprendí con lo que iba encontrando”, dice. Y sus raíces, explica, son la reinterpretación de lo que él siente como el espíritu de Cusco. También deja ver su pasado como arquitecto.

Como sea, el mayor cambio para él ha sido entender que el arte no se hace del purismo, así que usa otras técnicas, con más libertad. Un espacio que, sin la pausa forzada del turismo en la región, quizá no se habría dado. “Me asustan un poco estos cambios, pero me entusiasman. No podemos ser ajenos al público: que compren una escultura te estimula, te motiva. Estoy expectante de ver cómo van a reaccionar”.

El oro blanco

Es una sorpresa. A más de tres mil metros sobre el nivel del mar, un manantial de agua salada. Se dice que se originó junto con la cordillera de los Andes. Lo concreto es que está a 5 kilómetros de Urubamba, en la ladera de Qaqawiñay , una montaña con más de cuatro mil pozones -cada uno de una familia local; pasan de generación en generación- que forman las salineras de Maras . Incluso en tiempos preincaicos se extraía la sal de la misma forma que se hace hoy: dejando evaporar el agua de las piscinas. Es parte de las tradiciones que se mantienen.

También la de operar como cooperativa para producir la prestigiosa Sal de Maras, donde se puede encontrar la exclusiva variedad rosada, además de otras ahumada, picante o especiada. Todo en un entorno montañoso que es otra buena razón para el viaje. Una iglesia colonial supervisa todo el predio. Al caminar por aquí, pequeños cristales de sal brillan en el suelo.

La gente explica: en cada pozón, el agua demora unos tres días en evaporarse y cuando esta desaparece queda una capa de 8 centímetros aproximadamente de sal, que ya se puede “cosechar”. Así, cada piscina produce entre 150 y 200 kilos de sal por mes. Todo en un proceso que se viene repitiendo igual hace décadas. Quizá siglos. Como si nada en el mundo cambiara, ni hubiese enfermedad de qué preocuparse. Algo que sería imposible de olvidar, seguro, si esto estuviese como siempre: lleno de turistas. Pero no.

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