Una utopía muy verde

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Las quimeras pueden ser de muchos colores. Esta, la de los estadounidenses Erica y Mateo Hogan, nació verde y sigue siéndolo... aunque ya no es una quimera.

La descabellada idea que hace un lustro tuvo esta pareja de esposos, entonces de 29 y 30 años de edad, funciona hoy como una comunidad muy particular asentada en el cantón de Osa, zona sur de Costa Rica.

Cuando sus gestores le dieron vida a este proyecto –que lleva el nombre de Finca Bellavista –, se convirtió en la primera comunidad sostenible y residencial de casas en árboles en el mundo.

No se confunda: no es un resort turístico ni un hotel exótico en medio del bosque lluvioso para pasar un par de días y regresar después a la ciudad a contar la aventura. Tampoco es un regreso a la infancia ni un capricho a lo Peter Pan.

Es una pequeña ciudad verde donde ya se han construido ocho casas de madera, la mayoría de ellas sobre árboles, y todas a varios metros del suelo. Parecen utopías en el aire, pero están ahí, y sus moradores se desplazan de su vivienda a la del vecino mediante cables de canopy o, simplemente, caminando. No hay edificios, mas los árboles son tan altos que parecen fundirse con el cielo.

¿Y quiénes viven en este lugar? No es difícil suponerlo: una legión de empedernidos enamorados del bosque, gente deseosa de vivir la experiencia de sentirse follaje entre las ramas y dejarse absorber por el silencio de la naturaleza.

Dicho de otra forma, esta comunidad es una alternativa al concreto y al humo de ciudad, una opción de vida ecológica, entre agua que corre libre y aire que sopla limpio.

Por eso, no hay bombillos que cuelguen del techo, solo una lámpara de luz tenue que apenas ilumina la sala. Y por eso mismo, los vehículos motorizados solo pueden llegar hasta el parqueo ubicado a la entrada de la propiedad, y después, cada quien debe calzarse sus botas o zapatos montañeros para movilizarse en este ambiente de cero humo y abundante adrenalina.

Reto ‘todoterreno’

En la oscuridad, el bosque no se distingue muy bien entre las sombras, pero sí se escucha y se siente, tanto que las habitaciones se mecen levemente con el viento. Es relajante, aunque toma tiempo acostumbrarse a los sonidos que surgen repentinamente entre el concierto de chicharras.

Para un no iniciado, la sencilla necesidad de tener que ir al baño a la medianoche puede convertirse en un desafío complicado. Yo lo pensé dos veces antes de abrir la puerta y dejar atrás la malla de cedazo que funcionaba como única barrera de protección contra la intemperie. Mi temor era que, afuera, bichos desconocidos esperaban curiosos por el sabor de la carne fresca. Pero, ni modo, ganó la vejiga y terminé yendo al baño con un foco y viendo cómo las hormigas caminaban a su ritmo por el lavabo.

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Sobreviví a la ‘tarea todoterreno’ de bajarme los pantalones en la penumbra al tiempo que me convencía de que estaba pasando la noche en una casa de árbol bastante más elaborada que aquellas a las que subí alguna vez en mi infancia. Esta específica llevaba el nombre de El Castillo Mastate, y las otras siete también responden a nombres muy particulares, como Mis Ojos.

La semilla

Cuando la joven pareja conoció aquel lugar, en el 2006, se enamoró de él al instante. El río Bellavista, que pasa por la finca, los cautivó. “No podíamos dejar que cortaran la montaña y decidimos gastar los ahorros de toda la vida para comprarla”, cuenta Mateo, tras afirmar que nunca se arrepentirá de esa decisión.

Eran 120 hectáreas de bosque secundario en plena juventud, con algunos trillos y caminos mal trazados. “Inicialmente, lo pensamos como un proyecto de conservación”, explica el estadounidense de cabello largo, pero luego, para ayudarse con el financiamiento, optaron por lotificar la propiedad y vender terrenos para uso residencial, aunque con condiciones únicas.

“¿Por qué no vivir en los árboles?”, fue la pregunta que se hizo Erica, y alas de creatividad empezaron a volar en torno a su quimera.

No faltan quienes los tilden de ‘gringos locos’ y califiquen su proyecto residencial de ‘ocurrencia tarzánica digna de taparrabo’. Pero el directorio de propietarios e inquilinos rebate ese argumento: es un compilado de perfiles de todo tipo, unido, eso sí, por el denominador común de ser “gente aventurera, decidida a usar lo que la naturaleza les da de forma sostenible”, explica Mateo. El otro requisito para vivir en Finca Bellavista es buena condición física, porque subir y bajar entre los recovecos del bosque no es para débiles.

Un primer recorrido

Desde el punto donde se quedan los carros, se avanza varios kilómetros sobre el camino central que, más adelante, se bifurca en senderos. Es un laberinto con vida propia y subidas y bajadas que el caminante hace en medio de un calor húmedo y agotador.

Erica se mueve con facilidad entre el barro y las hojas, y a su paso van surgiendo las impresionantes estructuras en las copas de los árboles. De lejos, se divisa El Castillo y luego las demás, cada casa con personalidad y estilo propio, construidas todas en madera que compran a productores locales.

El acceso a las viviendas es variado. Para entrar, hay escalones de piedra que se adaptan a la topografía del terreno, ideales para poner a trabajar las piernas. Una vez arriba (o abajo, depende de la ubicación de la casa), una plataforma o puente colgante de madera lleva a la residencia suspendida en el árbol.

Las viviendas se sostienen con pines incrustados al tronco, que funcionan como ramas artificiales. “Lejos de hacerle daño al árbol, lo ayudan, ya que este sabiamente extrae los metales de los pines”, explica Gerardo Rivera, el botánico que trabaja con el proyecto.

La consigna es que las construcciones deben acoplarse a la anatomía del árbol. “Si hay una rama que pasa por donde va a estar un cuarto, no podemos cortarla; tenemos que construir a su alrededor”, afirma Erica.

La favorita de muchos es Mis Ojos, la casa de árbol que diseñaron Mateo y Erica y que, de forma temporal, están alquilando a visitantes. Tiene dos pisos, está suspendida sobre tres árboles y ha resultado un destino apetecido para lunas de miel. Desde la cama principal, se observan la montaña y las cataratas del río Bellavista. La ducha está al aire libre; por eso, de día la visitan los pájaros, y de noche, las luciérnagas.

Las casas, precisa Erica, tienen cocina de gas y agua que les llega por tubería, gracias a una naciente que está dentro de la finca y es filtrada para que sea potable. También algunas viviendas poseen electricidad obtenida de energía solar.

Kim Carlson es una de las propietarias que ya construyó su casa en un árbol y sigue convencida de que nada es mejor que despertarse con el sonido de las aves. Kevin Rudy, dueño del Castillo Mastate, sonríe por el asombro con el que reacciona la gente cuando él habla de su ‘casa de árbol’. “Me miran de manera extraña, como si tuviera 12 años”.

Comentarios como estos son frecuentes en el salón comunal que se encuentra a la entrada de la propiedad, donde los miembros de la comunidad pueden departir y, de paso, comprar las hortalizas recién cortadas de una huerta que está en la finca.

Trámites y papeleos

Los interesados adquieren su parcela (ya han sido vendidas cerca de 50 de un total de 94); posteriormente, deben cumplir con varios lineamientos y firmar un acuerdo. El primer mandamiento es jamás cortar un árbol. “No es una comunidad convencional donde cada quien compra su propiedad y puede hacer lo que quiera”, aclara Mateo. “Por eso, hay gente que nos tilda de econazis, pero eso no nos molesta. Esas no son las personas adecuadas para vivir acá y punto”.

Hasta ahora, han vendido terrenos a retirados del ejército norteamericano, a familias jóvenes con hijos, a un chef vegano, a maestros y a un profesor de yoga. Algunos de ellos están a punto de venirse a vivir en este rincón del sur de Costa Rica. La mayoría son estadounidenses y canadienses; sin embargo, la opción de compra existe para cualquiera que comulgue con esta forma de vida. “Nos gustaría tener a ticos viviendo acá”, añade Erica.

Las familias con hijos ya están pensando en un sistema de educación mixto para los niños. La mitad del tiempo los enviarían a la escuela del pueblo más cercano (ubicado 3 kilómetros montaña abajo) y la otra mitad, los menores recibirían clases en la casa y la finca, “una auténtica aula en la selva”, comenta Erica.

Algunos de los propietarios alquilan sus casas a visitantes que quieren probar por un tiempo este tipo de vida. Además, el año pasado se inició un programa de voluntariado en el cual reciben a gente de diferentes lugares del país y del mundo por períodos de dos meses.

Para cualquiera es una experiencia inolvidable, incluso para los 13 trabajadores que laboran en la finca en jornada de tiempo completo, quienes también han debido adaptarse a las exigencias de la madre naturaleza.

A Francis Mora Zúñiga, la cocinera del área comunal y encargada de la limpieza, le ha tocado colgarse de los cables de canopy con su balde lleno de productos de limpieza. “A veces, es cansado caminar de una casa a otra, pero hacer la limpieza al son de chicharras es muy relajante, aunque, de vez en cuando, los monos asustan”, ríe.

El día a día

Al amanecer, el cedazo que funciona de ventanal deja entrar la luz de forma abrupta. El día puede comenzar tomando una ducha con el paisaje forestal de frente, o bien bajar por las piedras y sumergirse bajo las cataratas del río.

Aburrirse no es una opción en esta finca. El día a día es tan incierto como morder una fruta sin saber si va a estar dulce. “Si bien cada persona puede tener en su casa agua caliente, teléfono celular, acceso a Internet y otras comodidades de la vida moderna, la cotidianidad en una casa de árbol es más simple que en cualquier otro lugar. Nuestra rutina diaria consiste en leer, cocinar, caminar, ver animales y disfrutar de la naturaleza”, asegura Kevin Rudy.

Anécdotas sobran. Erica cuenta que, en su recorrido por los cables de canopy, más de un huésped ha visto, en Mis ojos, a parejas entrelazadas como ramas al descubierto.

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“Hace tres años, tembló fuertísimo. Yo estaba durmiendo en el centro comunal, construido sobre la tierra. Me asusté porque mi familia estaba en Mis ojos. Cuando llegué estaban todos dormidos, no se habían dado ni cuenta. Los árboles han resistido terremotos durante décadas”, recuerda Mateo.

La pareja se ve contenta. Erica dice, entre risas, que “su programa de televisión favorito” es ver al gecko escorpión que llega cada noche al balcón de su casa.

Sus trabajos del pasado – cuando Mateo era desarrollador económico y Erica, editora de un periódico–, son solo un recuerdo, así como los trajes y las corbatas que ahora pasan guardados en el fondo de un cajón.

Por supuesto que no todo ha sido fácil. Aparte de los mosquitos y la lluvia en el invierno, han tenido otras dificultades.

La vida útil de las casas es difícil de calcular. “No se sabe qué puede pasar en el bosque: puede caer un rayo, y los aguaceros o vendavales pueden dañar las viviendas”, declara Gerardo Rivera, el botánico. Es por esta razón que, una vez comprado el lote, él debe evaluar cuáles árboles son aptos para soportar el peso de una vivienda.

Después sigue el turno de Mateo, quien diseña las casas. Él se apresura a mencionar los tres elementos que siempre debe tomar en cuenta: las recomendaciones de Gerardo, las características de la casa soñada del cliente y su presupuesto.

Los compradores no están obligados a construir sobre los árboles, pero sí a que la casa esté elevada del suelo, de modo que no se dañe la vegetación.

Hacer comprender a las autoridades esta forma de edificar ha sido una odisea casi amazónica. “Como es algo nuevo en el país, no calzamos en las hojas de los trámites”, explica Mateo indignado.

Según Rivera, “hay normas internacionales que validan esta forma de construcción, pero como en Costa Rica no hay patólogos forestales, se desconoce cómo funcionan”.

Las inscripciones, pagos de impuestos y permisos de construcción se tramitan en la Municipalidad de Osa, y las autorizaciones de viabilidad ambiental las da la Secretaría Técnica Nacional Ambiental (Setena). Obviamente, las construcciones deben cumplir con las regulaciones sísmicas vigentes.

Actualmente, están haciendo las gestiones para producir energía hidroeléctrica por cuenta propia, y así abastecer a toda la finca. Además, falta terminar la construcción de líneas de canopy para desplazarse sobre todo el campamento por el aire.

Seis años han pasado desde aquel amor a primera vista con este bosque y, hoy, aquella atrevida utopía puede verse, tocarse, olerse y escucharse.

“¿Que qué es lo que más miedo me da de vivir en el bosque?", se repite Erica para sí, cuando lanzo la pregunta.

“Todo depende del nivel de confort de los padres. Si yo tuviera un hijo, me daría miedo que anduviera en el metro de Nueva York a las 10 de la noche. Cuando viene alguien de allá, le advierto que tenga cuidado con las rocas del río, que son resbalosas. Eso es lo más peligroso acá”, responde.

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