Un nuevo horizonte sobre olas de bienestar

Once jóvenes colombianos visitaron el país como parte de una iniciativa que pretende convertirlos en líderes de Nuquí, una comunidad que se ve aquejada por el reclutamiento forzado a organizaciones ilegales

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Hay once pares de pies negros que se miran entre sí. En forma de círculo, once jóvenes rostros se alinean mientras se abrazan desde los hombros.

La fría calzada sobre la que se apoyan, perteneciente a una iglesia de Jacó, se quedará atrás en pocas horas.

El piso congelado se cambiará por arena caliente, esa que riza los dedos como si se tratara de una melcocha de playa. “Pronto iremos al mar”, dice uno de los muchachos y las pupilas de todos se dilatan.

Ojos ajenos a la historia de este grupo podría pensar que estos muchachos nunca han conocido la playa, pero la situación es la opuesta.

Esta selección de siete hombres y dos mujeres pasa más tiempo en el agua que en la tierra en su natal Nuquí –comunidad costera de Colombia– pero, como si se tratara de un niño que a pesar de su cansancio desea seguir jugando, entrar al mar siempre significa una detonación de colores y sabores en sus cuerpos.

En su tierra colombiana, el mar los recibe cuando despiertan cada mañana. Entonces, ¿qué tiene de especial su visita a otro mar del pacífico americano? ¿Por qué se encuentran en una playa costarricense?

Almas color sol

Basta encontrar un par de fotografías en Internet para encontrar que Nuquí y Jacó tienen muchos parecidos a primera vista.

La playa colombiana, abrazada por una corona de vegetación, permite fácilmente espacio a las comparaciones.

El grupo de muchachos integrado por Dayana, Yeifer, Santiago, Jadier, Franco, Mauricio, Danny, Félix, Deiler, Andrés y Néstor no tarda mucho tiempo para sentirse en casa. El ambiente es similar; la situación es diferente.

Nuquí, uno de los corregimientos de Chocó, Colombia, coexiste entre el mar y la selva. Es una comunidad de amplia vegetación y con pocos accesos (solo se puede penetrar por aire y mar), donde estos once jóvenes dividen sus días entre escuelas y brisa marina.

El exotismo y el abrazo a la naturaleza no han logrado evitar que un mal se implante entre los rincones de Nuquí.

Según los informes realizados por la Comisión CIPRUNNA, Nuquí es uno de los pueblos más vulnerables al reclutamiento forzado por parte de grupos armados al margen de la ley.

Los adolescentes son los más expuestos a la violencia pues, según los datos de la oficina, más de ocho mil han sido obligados a formar parte de estos colectivos durante décadas de conflicto.

La iniciativa Diplomacia Deportiva y Cultural, del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia, ha traído a la muchachada para ser parte de talleres de surf, reanimación cardiopulmonar, integridad social y hasta visitas guiadas a centros culturales como el Teatro Nacional y el Museo de los Niños con el propósito de que, al momento de regresó a Colombia, los jóvenes puedan convertirse en líderes de sus comunidades y prevengan la violencia.

Cuando se habla con alguno de estos adolescentes durante su visita a Costa Rica, el recuerdo oscuro se desvanece.

“Este calorcito está rico”, dice Santiago Mosquera, un muchacho de 18 años que extiende sus largas piernas al borde de una piscina que antecede la arena de Jacó. “Yo vivo en frente al mar, paso mis días estudiando, bromeando con mis amigos, en el mar...”, dice mientras toma aliento. “Me siento muy contento de estar aquí, me siento muy feliz”, agrega.

A sus narices, sus compañeros de viaje se intercambian las tablas de surfear. En la piscina, están recibiendo un taller de salvavidas y pronto le toca su turno.

“Ahora vamos con ustedes dos”, indica el instructor y señala a Santiago y Franco, un niño de 12 años.

En esta oportunidad, Franco tendrá que “salvar” a Santiago, quien interpretará a una persona que se ahoga. Mientras Santiago mide más de 1.90 metros, Franco apenas y alcanza sus caderas. Aún así, el infante no se intimida.

Una vez en la piscina, Franco nada con agilidad hacia el otro extremo. Toma del costado a Santiago y voltea su ominoso cuerpo con todo y tabla. Franco tiene la técnica y no necesita una fuerza sansónica para rescatarlo.

El niño amarra a Santiago a la tabla, lo deja boca abajo y se encarama. Su cabeza apenas logra situarse en el trasero de Santiago.

El niño utiliza sus pequeños pies para empujar a ambos y los aplausos comienzan a llover sobre la piscina. Franco salva a Santiago sin el menor inconveniente.

El niño sale de la piscina y recibe el reconocimiento de su compañera Danny Daleici, una adolescente de 14 años.

“Muy bien, Franco”.

Ella, al igual que Franco, desea convertirse en salvavidas en su comunidad.

“En mi pueblo no hay quien salve a la gente a la playa, y allá es puro mar. Ya verán, seré yo quien pueda enseñarles a todos cómo hacer esto”, advierte con fuerte voz.

Danny, mientras se acerca a la arena de la playa, lleva sobre su cara una máscara de gotas de la piscina. De lejos, podría parecer como si estuviera llorando.

“Yo lloro mucho”, cuenta como si estuviera atenta a la observación. “Antes de venirme, mis amigas me despidieron y no podía parar de llorar. Yo lloro mucho, pero es de alegría”.

Mientras se queda mirando la playa, a su lado pasa Néstor Tello, el profesor de surf de todo el grupo. Él, con su mano áspera y fuerte, le acaricia la cabeza durante su camino.

“Néstor siempre me provoca llorar”, confiesa la adolescente “porque cada vez que llega a mi casa me emociono demasiado. La última vez, estaba haciendo una tarea, lo oí llegar y dejé todo botado para ir a abrazarlo. Yo lo quiero mucho. Significa mucho para mí”.

De todos sus compatriotas, solo Néstor y Santiago –el muchacho de piernas largas– eran conocidos antes de que Danny comenzara a surfear a los cinco años.

“Para mí surfear es mucho. Yo salgo de la escuela, donde doy clases de matemática y curso el segundo año de colegio, para irme al mar. Pensar en Néstor me hace querer seguir en esto hasta que Diosito me llame”, relata con la mirada perdida y con las gotas de la piscina que rodean sus ojos.

Tan solo unos pasos más adelante, Néstor se detiene para tomar una tabla. Su tabla.

Con un intenso rayo de luz que cae a sus espaldas, Néstor Tello se sacude la arena de su pantalón y agarra con sus dos manos la tabla que él mismo confeccionó. Dos banderas –las de Colombia y Costa Rica– se miran en la punta de la tabla.

“Ay, ya quería estrenarla”, dice Néstor mientras toma un poco de cera con sus manos color caoba.

“Había estado soñando con esta tabla. Yo la hice en noviembre pasado, cuando estuve por acá en una capacitación, y no me la pude llevar de regreso a Colombia. Hoy la voy a sentir, por fin”, dice y, al igual que Santiago, desnuda una sonrisa blanca como el cielo.

Néstor se sienta sobre la arena para llenar el centro de la tabla con cera y no resbalarse. Mientras tanto, Danny y otros tres muchachos corren hacia el mar.

Dándole la espalda al agua, Néstor recuerda cómo sembró el amor entre estos muchachos.

“Yo trabajaba en un hotel y me pagaban muy mal. Era salvacostas pero nunca entraba al mar. Me lo tenían prohibido”, dice con su particular voz baja pero con la sonrisa intacta. “Entonces yo me dije que nunca he tenido plata y que aún así Dios me ha bendecido. Debía hacer otra cosa. Debía ser feliz. Entonces renuncié y comencé con este proyecto de surf que, a pesar de que tengo poca experiencia, ha crecido mucho en seis años y me llena la vida ver felices a estos muchachos”, relata mientras el sol intenta penetrar su frente. “No puedo pensar en otra cosa más que ellos”.

Él continúa encerando su tabla hasta que la ansiedad lo detona. Ya no puede esperar más. “Me cuesta expresar todo lo que ha significado esto porque solo puedo ver el mar y pensar en mí ahí adentro”, dice y se sacude la mirada.

Con la tabla sostenida con vigoroso entusiasmo, Néstor respira antes de correr hacia el mar.

Continúa su camino entre pequeñas piedras que reciben a todos los pies que se atreven a adentrarse en el agua. Al fondo, y en desenfoque, unas pequeñas figuras corren con otras tablas. Son sus estudiantes. Son sus amigos. Él les devuelve el gesto con una sonrisa y regresa su mirada al frente.

Néstor continúa corriendo hasta entrar al mar. Su tabla se bautiza en el Pacífico costarricense y su cuerpo es fulgor en movimiento. Por supuesto, mantiene la sonrisa intacta y el resto de sus amigos lo imitan. Es todo lo que necesita.